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Opinión

Rafael Giorgis

De un trabajo realizado con la Sociedad Italiana de Rafaela, extraigo testimonios de protagonistas de la inmigración en distintos tiempos.
Alcides Castagno

Por Alcides Castagno

Cuando el Siglo XX asomaba en medio de promesas de turbulencias sociales y económicas, Rafael Giorgis y su esposa Filomena Marzioni partieron hacia América, con un rosario apretado entre las manos y la imagen de Nuestra Señora de Loreto. Apenas pisando los 20 años, soñaban construir juntos un futuro mejor que lo ofrecido por la Europa de aquel tiempo.

Durante la larga travesía por el mar, soñaban con hijos y un futuro próspero en paz. Al llegar, tuvieron un primer contratiempo, ya que les robaron la valija con todo el ajuar de Filomena. En Rafaela los esperaban parientes y amigos; uno de ellos les dio alojamiento. Allí estuvieron hasta que Rafael consiguió un trabajo, después otro y finalmente un empleo en los Grandes Almacenes Ripamonti, hasta que se jubiló y recibió una medalla de oro en mérito a su trabajo y a su dignidad como persona.

Tuvieron siete hijas; el único varón murió al poco tiempo de haber nacido. La vida fue muy dura al principio con una familia tan numerosa, pero salieron adelante con un único ingreso. Al tiempo, tres de las hijas contribuyeron a la economía familiar: una como modista, otra como bordadora y otra como maestra. Entre todos, pudieron tener acceso a una vivienda propia, en calle Aristóbulo del Valle 746.

Filomena era una mujer de contextura pequeña, que contenía un corazón abierto y generoso. En él, cabían los recuerdos de la aldea de Ancona, allá donde salía por las mañanas hacia la campiña vecina para recoger flores y adornar la mesa. Tenía un temperamento alegre y solía acompañar a sus hijas a los bailes de la Sociedad Italiana. Recibía noticias de Italia de tanto en tanto, a veces portadoras de tristeza, como cuando supo de la muerte de dos de sus hermanos en la guerra del 14. Cuando le informaron del fallecimiento de su madre y de su tía, enfermó de tristeza, por lo que Rafael decidió interrumpir la recepción de correspondencia.

Filomena y Rafael impusieron la costumbre de reunir a toda la familia para Navidad, Año Nuevo, Pascua y sus cumpleaños, en el amplio comedor que contenía a todos. El plato clásico y esperado eran los ravioles amasados por Filomena. Su larga cabellera ondulada se transformaba en un rodete recogido cuando los domingos concurría a la misa de las 6,30 en la parroquia San Rafael.

Ya jubilado, Rafael, el abuelo recto y cariñoso, se sentaba en la sillita baja, en la galería de la casa grande. De a ratos, dejaba aflorar entre sus labios alguna de las canciones de la añorada Italia, adonde nunca pudieron volver. Murió el 28 de noviembre de 1962; Filomena el 7 de septiembre de 1969. En su homenaje y memoria, su nieta escribió: “Yo nací en aquella casa, /que llamábamos la casa de la abuela;/ poblada de manzanas en el fondo/ y, frente a las ventanas, madreselvas. /Afuera, los plátanos vigías /ofrecían su sombra a la vereda;/ y en mis mañanas ávidas de juegos,/ correteaba a olfatear la primavera./ Desde muy chiquita amaba la naturaleza,/ y recorría el jardín valorando/ lo que nos puede regalar la madre tierra./ ¡Qué hermoso saber que de su entraña/ pudieran emerger flores tan bellas!/ Recuerdos de niñez, perfume de rosas, /patio de sombras y un sillón de hamacas; /volver a ver la silueta de mi padre/ disfrutando los mates en la siesta. /Un olor a dulce de manzanas /corría desde adentro a la vereda,/ mientras caían almibaradas brevas de la higuera. /La mirada cómplice de la luna /entraba a hurtadillas a la pieza,/ y alumbraba mi estancia de niña algo traviesa./ Figuras, rostros, gestos, escenas/ y palabras que por su belleza /me habían brindado momentos placenteros/ forman parte del pasado/ que aún muestra su recuerdo”.

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