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Opinión

La recta final

Alcides Castagno

Por Alcides Castagno

La denominada piadosamente cierta edad, el tiempo de sabiduría acumulada, de valiosas experiencias intransferibles, de ademanes lentos y afirmación certera; la época de franqueza sin temor y de memoria indudable, esa edad, ese tiempo, es el tiempo del descarte, cuando no importa cuánta voluntad y sueños se guardan y recrean cada día, cuánto caudal de amor hay en la reserva del tanque que aún late. Es un viejo. Es la vieja que apenas oye, es el anciano que apenas llega a destino con sus pasos, que depende del auto de su yerno o del remís amigo. Es el borde desflecado de la sociedad, material con que se construyeron los pueblos con fuerza, coraje y sacrificio.

Muchas sociedades antiguas, especialmente las aborígenes, contaban con un Consejo de Ancianos por el que pasaban las decisiones importantes para la siembra, la cosecha, la guerra, la educación, la vida misma. Salvo en algunos pocos lugares del mundo, esos Consejos han desaparecido, dejando sus deliberaciones en personas cada vez menores. Velocidad por encima de la certeza, luminosidad por encima de la claridad, tecnología por encima de la manualidad.

En un mundo donde la juventud es un mérito y no una herramienta, y la ancianidad es una descalificación y no un soporte, los resultados que se muestran producen un sonido ensordecedor de roces, competencia, destrucción, batallas civiles y militares, que obligan a los ancianos a recluirse en depósitos de vida improductiva con el nombre de geriátricos o el eufemismo "residencias para adultos mayores". Las familias ya no tienen capacidad de paciencia, espacio, piedad, para acoger en su ámbito al muchacho que tiene tantos años y a la mujer con tantas arrugas. La dialéctica eufemística los agrupa en la casilla de los Adultos Mayores.

Universo con turnos

La mujer, algo inclinada, se apoya firmemente sobre un bastón lustroso por el uso cotidiano. Pasos cortos, mirada opaca que asoma sobre los anteojos. Le indican la hilera heterogénea de pacientes que también esperan por la secretaria impersonal, minuciosa. Ocupa su lugar, el último, y espera. No hay conocidos alrededor, sólo paredes impolutas, suelo brillante, letreros apenas visibles, hombres y mujeres con guardapolvos que pasan ensimismados. Se pregunta si alguno de ellos será el doctor que ella busca. No los reconoce. Son jóvenes. Ella conoció cuando chica a don Urbano Poggi en el Bulevar Roca, cuando cruzaba palabras de cordialidad en su paseo por la vereda con las manos tomadas detrás y le dijo que venga cuando quiera por ese molesto resfrío. Y Goñalonz, González o Matijas, que la atendieron por alguna dolencia, cuando la farmacopea tenía unos pocos frascos, algunas pócimas que preparaba, por ejemplo, Alberto Borella. No, la medicina es otra, aunque la vejez se le parece.

Cuando llegó a la barrera/mostrador, la secretaria de pantalla y agenda descubrió la falta de un papel, una constancia, una firma o algo así que terminó con la sentencia "vuelva otro día con esto completo". El desamparo le movió los pies para la media vuelta, el turno desplazado y la esperanza que su yerno pueda traerla nuevamente sin protestar.

Allí están ellos con sus clubes de abuelos, en la vecinal donde se baila el tango, en el taller donde se charla y se crea, en la plaza donde se consumen los recuerdos, en la UMTE donde las neuronas son gimnastas prudentes, en los grupos de cartas y meriendas. Allí podemos encontrarlos, enarbolando la comprensión hacia una sociedad que los alienta a crear, reír, bailar, pero sin que molesten, sin que las experiencias interfieran ni la sabiduría sorprenda.

Si alguna vez la enfermedad acosa, la incapacidad apresa, entonces la chica del bastón, el muchacho del café, se preguntarán para qué se prolonga la expectativa de vida si hay que navegar de turno en turno por cada consultorio; si para tratar la vista no hay oftalmólogos locales que reciban la credencial de PAMI, salvo algún lugar de larga espera y pronta derivación, como tantas otras prácticas que aquí no supimos desarrollar.

Aunque la sociedad desarrolle lugares de reclusión y su propia familia lo desplace entre gestos mitad compasivos, mitad hipócritas, el adulto mayor, el anciano, el viejito, el abuelo, como lo llame, encontrará un reservorio de esperanza, un derrame de amor, un caudal de perdón hacia esa sociedad que lo deja caer sobre la recta final adonde llegó con el impulso de un motor ya sin combustible, pero impulsado por la fuerza de ejercer el derecho a vivir con dignidad hasta el último día. Agotando su dosis de comprensión, recordará el aserto "un padre puede mantener a siete hijos, pero siete hijos no mantendrán a un padre".

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