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Opinión

El Gobierno finge y la oposición se equivoca

Jorge Fernández Díaz

Por Jorge Fernández Díaz

Los periodistas que seguían paso a paso ese juicio histórico se habituaron a la palabra "taqiyya". No se trata de un simple sinónimo de "mentira" leguleya, aquella que suele ejecutar el acusado frente a un juez de instrucción, sino del "fingimiento que practican los creyentes cuando no tienen la libertad de vivir su religión a la luz del día". La historia universal es pletórica en ejemplos, pero los yihadistas de hoy, que "se mueven como submarinos en una sociedad a la que odian y que aspiran a destruir, han convertido este fingimiento en una segunda piel: para engañar a los infieles hay que mezclarse con ellos, aparentar que son musulmanes amables, deseosos de rezar sin molestar a nadie, en el respeto del pacto republicano". Esta observación pertenece a Emmanuel Carrère, escritor consagrado que sin embargo se comunicó un día con el director del semanario L'Obs (ex Nouvel Observateur) y lo sorprendió al ofrecerse a realizar crónicas y luego al aceptar cubrir durante ocho meses el proceso contra quienes provocaron la "masacre de Bataclan" en París. Una cuidadosa compilación de aquellas piezas semanales acaba de aterrizar en la Argentina bajo el título V13 Crónica judicial (Anagrama).

La palabra taqiyya, desprovista de su connotación terrorista e incluso religiosa, recuerda en verdad viejas tácticas militares (y militantes) de simulación y resistencia cuando resultan desfavorables el contexto social y la correlación de fuerzas. Tomando prestado el concepto al solo efecto del análisis político, admitamos que existen en la Argentina numerosos y relevantes dirigentes que detestan la democracia liberal, buscaron durante todo este tiempo reemplazarla por un régimen hegemónico, odian con toda su alma a Occidente y juegan con las reglas del sistema -el respeto por el pacto republicano- únicamente para usarlas a su favor, no meter miedo en el votante independiente y ganar elecciones. Ese fingimiento como segunda piel alcanza paroxismos durante la campaña, donde la taqiyya consiste principalmente en simular moderación e hidalguía frente a los sagrados rituales de la hora. Es muy notoria esta descomunal impostura en el caso de Unión por la Patria, que contrariando las mínimas normas del fair play y de la alternancia, se ha cansado de meter hordas de militantes en el Estado y utiliza los recursos del pueblo no para mejorar su crítica situación sino para hacer proselitismo de alta gama. Últimamente, las peligrosas aves de rapiña se presentan como inofensivas torcazas, con la ilusión de que la gente olvide su turbia agresividad y sus esoterismos "revolucionarios", y confíe de pronto en su bonhomía democrática. Cuentan, para ello, con cómplices de paladar negro, como los oligarcas de la CGT, quienes se han puesto en fila para explicarnos que el fracasado ministro de la Destrucción Salarial y la Superinflación es quien más conviene a sus pobres afiliados. No vaya a ser cosa que los insensatos voten a un Presidente que quiera desarmarles los negocios a los magnates del proletariado argento. También gente de la Unión Industrial Argentina ha corrido en auxilio emocional de Sergio Massa: siempre es preferible un vivillo que alguien serio, capaz de evitar que cacen en el zoológico y que les exija aprender a caminar sin el crónico andador dorado de las excepciones. El kirchnerismo de buenos modales, en temporada de pesca (del voto), es un anzuelo ficcional y un timo probado, y sin embargo, cada día vemos cómo sectores del establishment entran de nuevo gozosos en su juego de la taqiyya.

Por suerte, siempre nos quedará Grabois. Un muchacho que para levantar creyentes de la banquina no va en la moto, sino en el sidecar, y que todos los días nos recuerda lo que realmente piensa y oculta la Pasionaria del Calafate y su entorno de fanáticos. Los más profesionales mastican sapos y escupen resignaciones: "Le creo a Massa, elijo creer", dijo Mayra Mendoza. Fingir demencia (frente a los resultados horribles de su propio Gobierno) y mantener la fe (contra toda evidencia y en respaldo a un claro antagonista ideológico) son las grandes consignas de época en este estruendoso final del cuarto Gobierno kirchnerista. Es más o menos la misma estrategia adoptada por Carta Abierta para esconder el hecho vergonzoso de militar con entusiasmo a quien sedujo con ajustes al staff del Fondo Monetario Internacional, recortó programas sociales, degradó las jubilaciones y produjo una palpable contracción del salario real, además de haber impulsado en su momento graves denuncias judiciales contra Cristina Kirchner y jurar darle salida a "los ñoquis de La Cámpora". Estos dos últimos hechos imborrables ya pertenecen desde luego al revisionismo histórico, pero siguen muy presentes en la Pasionaria del Calafate, que practica el culto a la desconfianza y la lectura de nuestras cronologías políticas. En esa materia, bueno sería recordarle al Billiken progre algo que la propia arquitecta egipcia sabe: Julio A. Roca no fue el mero protagonista de la Conquista del Desierto, sino también el "gran constructor moderno del Estado argentino", como lo calificaba Jorge Abelardo Ramos. Cancelar a Roca por aquella última campaña implicaría hacer lo mismo con Juan Manuel Rosas, que protagonizó la anterior y que encima instrumentó una sangrienta organización paraestatal: la Mazorca, una Triple A del siglo XIX.

Axel Kicillof no duda, sin embargo, en homenajear cada día al Restaurador con un enorme cuadro que luce en su despacho y que le regaló ese empedernido rosista de la primera hora, Alberto Fernández. Se ve que el fantasma de Rosas ha susurrado en el fino oído de Kicillof la conveniencia de abandonar toda prudencia fiscal y salir a la desesperada; obediente, Axel expandió el gasto y comenzó a regalar bicicletas, netbooks, mochilas, gorros, viajes de egresados y descuentos en carnicerías, verdulerías y en la SUBE. Estamos, como se ve, en presencia de un auténtico estadista del siglo XXI. Yuval Harari, si lo conociera, estaría más fascinado por sus innovadoras prácticas que por la Inteligencia Artificial.

En una sociedad estragada por la miseria, la gratuidad y el facilismo no debería extrañar, sin embargo, que nuestro Rosas redivivo tenga algún éxito. Más allá de los clientes habituales del pejotismo bonaerense, existe una clase media pauperizada y descreída que, según cuenta Guillermo Oliveto, gasta lo mínimo que tiene como si viniera el fin del mundo. Esos ciudadanos, que no ahorran y que tienen conciencia de la necesidad inminente de un gran ajuste, podrían a último momento no ser agentes de cambio sino de continuidad ante la pereza y la sospecha de que eventualmente perderían hasta esas últimas gotas de alegría. Porque la oposición hace campaña mediática sólo con admoniciones, recortes homéricos y malas noticias, y deja así la impresión de ofrecer únicamente sudor y lágrimas, o dicho en términos médicos: cirugías salvadoras pero dolorosas a un paciente que quiere curarse, pero que le escapa a la jeringa. De este modo, además, es vulnerable a una simple acusación simplificadora: ser un monstruo insensible que se quiere cargar los derechos. La realidad es que los republicanos deberían discriminar muy bien entre derechos y privilegios: para devolver los primeros hay que terminar con los segundos. Los derechos ya se han perdido con un modelo de destrucción masiva. De lo que se trata es de recuperarlos, y de quitarles los goces y prerrogativas a quienes, con la nuestra, retozan en el paraíso estatal expandido. Pura justicia social. También, de paso, deberían copiar la gran virtud peronista, que consiste en tolerar las incoherencias y aún los extremos en un Movimiento que es transversal y que ha logrado una hegemonía cultural en la Argentina. El nunca institucionalizado movimiento del republicanismo popular no ha aprendido el juego: todavía se siente incómodo debatiendo fuerte, no tiene sintonía fina para las críticas, se escandaliza con mínimas contradicciones y se deja asustar por las secuelas. El día después todos deberían estar en el "campo republicano", ese espacio que contiene a unos y a otros, y en el que hay sitio para unos cuantos más. Porque entonces harán falta muchas voluntades para acabar con la gran taqiyya.

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