El trabajo, tal como lo conocemos hoy en día, es una palabra y una categoría que surgió en un contexto social e ideológico concreto: se estableció conjuntamente bajo el capitalismo industrial y bajo la eclosión de la moderna ciencia económica como disciplina independiente.
Se introdujo en el siglo XVIII y se consolidó un siglo más tarde a través de la codificación legal. A finales del siglo XIX y principios del XX, el trabajo (como mano de obra asalariada) se convirtió en la fuente central de supervivencia, identidad personal y movilidad social en los países industrializados.
Aunque la ética del trabajo se había ido extendiendo en siglo XVI entre la burguesía industrial y mercantil, todavía costaría mucho tiempo romper el desprecio por el trabajo asalariado presente entre los campesinos. Incluso tras la liquidación de los usos "comunes" de la tierra y el cercamiento de las fincas que dejó sin medios de vida a buena parte del campesinado en Inglaterra, se constata que llevar a los campesinos y artesanos a las fábricas resultó una tarea difícil.
Es en el siglo XVIII cuando fue tomando cuerpo la idea actual de trabajo, consolidando su glorificación y su institucionalización como fuente central de ingresos y estatus. El trabajo apareció entonces por primera vez como una categoría homogénea, medible en unidades de tiempo o valor y se identificó unívocamente con el trabajo productivo (de valor añadido) excluyendo las actividades no mercantilizadas. También se identificó unívocamente con la actividad útil, ya que el ocio se degrada a una naturaleza meramente pasiva y parasitaria, corrompiendo el significado antiguo de la palabra, que comprendía la idea de un ocio activo y creativo.
El trabajo se convirtió gradualmente en el principal marcador de estatus e identidad en las sociedades industriales, así como el vector más importante para el reconocimiento y la integración de la sociedad.
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