La Revolución de Mayo había comenzado. El primer Gobierno patrio estaba constituido. Pero la confusión del momento, el ida y vuelta de rumores, las conspiraciones realistas, advirtieron de inmediato al grupo patriota de la necesidad de contar con un órgano oficial de prensa, algunas hojas al menos que dieran a conocer a la población las motivaciones, intenciones y objetivos de los cambios que se iban sucediendo.
Así, a instancias del secretario de la Junta, Mariano Moreno, comenzó a publicarse La Gazeta de Buenos Ayres. En su redacción participaron también Juan José Castelli, Manuel Belgrano, Manuel Alberti, Pedro Agrelo y Bernardo de Monteagudo, entre otros, quienes tuvieron a cargo la tarea de hacer conocer "una exacta noticia de los procedimientos de la Junta, una continuada comunicación pública de las medidas que acuerde para consolidar la grande obra que se ha principado, una sincera y franca manifestación de los estorbos que se oponen al fin de su instalación y de los medios que adopta para allanarlos".
En su primer número, el 7 de junio de 1810, La Gazeta expresaba: "El pueblo tiene derecho a saber la conducta de sus representantes, y el honor de éstos se interesa en que todos conozcan la execración con que miran aquellas reservas y misterios inventados por el poder para cubrir sus delitos. El pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien, debe aspirar a que nunca puedan obrar mal. Para logro de tan justos deseos ha resuelto la Junta que salga a la luz un nuevo periódico semanal con el título de Gazeta de Buenos Ayres".
Reproducimos en esta oportunidad un fragmento de un texto escrito por Manuel Moreno, hermano del fundador de aquél célebre periódico, donde reflexionaba sobre la libertad de imprenta, criticaba la estrecha censura impuesta por España antes de la Revolución de Mayo y enfatizaba "la heroica dedicación" de su hermano para "trabajar en la pública felicidad" y "excitar el ánimo del pueblo a examinar sus intereses y sus derechos, establecer los principios sólidos de su felicidad, y combatir los agentes de la tiranía".
La imprenta es libertada de sus antiguas vejaciones
Del estado de opresión en que se hallaba Buenos Aires antes de su revolución, es fácil colegir las trabas que existían sobre la imprenta. Ese garante único y poderoso de los derechos de los pueblos, la libertad de escribir estaba proscripta con los más terribles anatemas del Gobierno y la religión. En toda la monarquía española el despotismo político y sacerdotal había encadenado las inquisiciones del entendimiento a ciertas máximas estrechas, que ni era lícito examinar ni desechar. El genio, comprimido en esfera que le era permitido correr, perdía su vigor, y la curiosidad, desnuda de los estímulos que necesita para descubrimientos útiles, no producía nada. Con respecto a la América, las prohibiciones generales adquirieron una nueva fuerza pasando el océano, y los decretos de la inquisición encontraron menos resistencia, en un campo privado del influjo de la ilustración de otros pueblos vecinos, que siempre protegía en algo a la Península. El Gobierno español seguía constantemente este sistema escandaloso con los metropolitanos; más la opresión de éstos servía como de un extremo de libertad comparativa para vejar a los colonos. Así era que los escritos, que podían circular en los dominios europeos, estaban muchas veces prohibidos en las Américas. Los nativos del país tenían aquí menos ocasiones de dar a luz sus pensamientos, por la rareza de la prensa, otro tanto que la persecución de la ley; si acaso en el retiro de sus habitaciones se dedicaban a alguna investigación útil, su trabajo quedaba condenado a la oscuridad en que debían morir sus autores, cuando fuesen bastante afortunados para evitar la vigilancia del Gobierno. Todo ensayo político, todo examen de la constitución del país y sus recursos, en una palabra, la historia de los sucesos de la conquista, y los subsiguientes hasta la presente época, estaba vedada a los americanos. Algunas disposiciones de la corte prohibían expresamente se escribiese sobre estos puntos en las colonias.
De hecho, la libertad de la prensa quedó establecida en Buenos Aires por la reforma, aunque todavía muy lejos del término a que debe tocar. Pero reflexionando en las circunstancias veremos que esta precaución fue muy sabia, y mucho más benéfica que una repentina abolición de las prohibiciones de escribir; lo primero, porque una alteración de esta naturaleza habría hecho degenerar en licencia el uso libre de la prensa, como puede verse en Cádiz, donde el pueblo ha pasado de golpe de una absoluta comprensión a la más ilimitada libertad, y lo segundo, porque la guerra que los enemigos de la causa hacían violentamente, exigía mucha prudencia para entablar reformas inesperadas, y hacía necesario evitar el estruendo y aparato de toda formal mutación. Los pueblos no pueden ser libres cuando se quiere que lo sean, sino cuando pueden serlo, y el paso difícil desde la esclavitud a la verdadera y sólida libertad debe hacerse por grados. Primero era destruir a los enemigos del sistema que estaba fundándose, aunque fuese a costa de alguna privación por parte del pueblo, que poner a éste en completo ejercicio de sus prerrogativas, que la obstinación de aquéllos harían solo permanentes un día.
Ni era propio que el don de la libertad de la prensa saliese de un Gobierno reciente, y además provisional y no constitutivo, ni hubiera dejado de sufrir graves inconvenientes por la oposición de las preocupaciones. Acaso la mayor parte de la sociedad no habría conocido de pronto el beneficio que se le procuraba, y no se habría aprovechado de esta franqueza; en otros, el imperio de la costumbre los haría seguir mirando como sospechoso un presente desacreditado por la administración anterior. Sin expedir una abolición solemne de las vejaciones de la imprenta, la junta la empezó a preparar por una discreta tolerancia, e hizo saber a los literatos que era tiempo de ejercitar sus talentos.
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