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Opinión

Relatos en primera persona

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Principessa Mafalda.
Alcides Castagno

Por Alcides Castagno

La múltiple inmigración de los primeros tiempos rafaelinos incluyó a italianos, españoles, suizos, franceses, árabes y otras etnias en menor cantidad; se agruparon en asociaciones que les ayudaron a integrarse entre sí y con los demás, a menudo con dificultades idiomáticas y de costumbres. En este caso, la Sociedad Italiana Vittorio Emanuele II recopiló testimonios, algunos de los cuales compartiremos, porque quien conoce la raíz aprecia mejor el desarrollo del árbol.

María Orlando

“Nací en un pueblito muy pequeño a pocos kilómetros de Austria. Crecí en una familia muy austera. En el pueblo sólo existía la “filanda”, una fábrica donde se criaban gusanos de seda y luego se hilaba su seda, Trabajaban sólo las mujeres; los hombres buscaban trabajo en Alemania, Austria u otros países de Europa, estaban ausentes durante 9 meses y volvían en el verano a su pueblo. Una vez al año se carneaba un cerdo, cuyo producido debía durar todo el año; la polenta era el pan diario. Concurrí a la escuela y a los 15 años comencé a trabajar en la “filanda”, pero por unos meses, porque los médicos me lo prohibieron porque era perjudicial para mi salud; entonces criábamos gusanos y los vendíamos”.

“Mi padre vino a la Argentina –sigue relatando María- con mis dos hermanos mayores, Santiago y Romilda; ella venía a casarse con un muchacho que no conocía. Se casaron y formaron una familia estable, con dos hijas. En el pueblo, quedamos mi madre, mis tres hermanos y yo. Había comentarios de una posible guerra, por eso mi madre envió a Marcos, el menor, a la Argentina con el resto de la familia. A continuación, vendimos la casa, nos despedimos de todos y nos embarcamos en el “Principessa Mafalda”, llegando a Buenos Aires en marzo de 1938. Mi madre, aún sobre el barco, me dijo que si pudiera se volvería a Italia en el mismo barco, pero nunca pudo regresar. Nos fuimos a Rosario, donde vivía mi padre con mi hermana casada; el mayor siempre estuvo en Buenos Aires. El desarraigo fue muy fuerte. Nuestra casa del pueblo italiano era muy grande y mi padre, en el dormitorio, había pintado el cielorraso de azul oscuro, con una copia de las estrellas tal cual se veían desde el espacio abierto. La casa en Argentina era, en cambio, muy chica. Había que trabajar; las cosas en América no eran color de rosa; me empleé como costurera en una fábrica. Nos costó mucho adaptarnos. Conocí a un italiano a quien trajeron cuando tenía tres meses; a los seis meses de noviazgo nos casamos, para lo cual él debió renunciar a la ciudadanía italiana. Seguimos trabajando los dos, con mucho sacrificio, pero ese sacrificio nos dio sus frutos y pudimos progresar. Aunque siempre nos quedó el deseo de volver, estamos muy agradecidos por lo que esta tierra nos dio.”

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