Por Alcides Castagno
Todo quedaba lejos en esta nueva tierra; ya no se veían los pequeños puntos brillantes que adornaban la noche de las montañas europeas, en distintos niveles, cada uno con su procedencia conocida. En la pampa gringa, la noche era un telón impenetrable que el ocaso anunciaba con el crecimiento de las sombras. Una vez cerrado, el telón dejaba paso al miedo por lo desconocido, a los fantasmas de historias inventadas. Andar de regreso a casa con el galope amplificado significaba congregar a una procesión de fantasmas, que se acercaban a la espalda del jinete. No se los veía, a pesar de volver la cabeza de tanto en tanto.
El andar se transformaba en galope tendido cuando resonaba un aleteo cercano o la fosforescencia de alguna osamenta que corporizaba a la luz mala, que podía perseguirlo y que pronto desaparecía.
La nona Marietta advertía a su familia que no ande a campo abierto en la víspera del día de los muertos; se “sabía” que una procesión de difuntos salía por la noche a buscar a quien estuviera al aire libre para “marcarlo”, a fin de que el año próximo integrara el cortejo.
Trasplante.
Federico y Francisco Pioli, con sus hijos, llegaron al puerto de Buenos Aires el 31 de marzo de 1885. Todos tenían un largo cansancio por las tareas que la geografía escarpada de sus montañas les exigía a diario. Un hermano se había anticipado; radicado en la provincia de Entre Ríos, fabricaba carbón y había logrado guardar algunos ahorros. Con el ánimo de mejorar las condiciones familiares, mandó dinero para que también emprendieran la aventura americana. Argentina les auguraba un futuro abierto a su capacidad de trabajo. Así partieron. Traían en su baúl la ropa necesaria, abrigos, utensilios de cocina y algunos libros. Una de las condiciones que se impusieron fue elegir un lugar cercano a alguna iglesia, por eso se radicaron inicialmente en Santa María, cerca de Pilar.
Olivio Pioli se casó con María Grosso y tuvieron cuatro hijos; Olinto, por su parte, permaneció soltero y era el encargado de amenizar las reuniones familiares con sus cantos. En Santa María, comenzaron como medieros en el campo y, a fuerza de ahorros, pudieron ir comprando parcelas de terreno y sus casas. Los hombres debían viajar al norte de Tostado, en carros, para procurarse la leña necesaria, mientras las mujeres se abroquelaban en sus casas, ante la posible visita de asaltantes la poco probable de ánimas errantes.
Una de las pintorescas creencias familiares prohibía dejar la ropa tendida durante la noche, porque eso impedía que su dueño durmiera tranquilo. Para las carneadas, el nono Francisco y su vecino el turco tenían un pacto: si había viento del sur, se hacía en casa del gringo, si el viento venía del norte, le correspondía al turco. El producto de la carneada se compartía e iban a esperar su consumo a una fiambrera, colgada en la galería, protegida de animales, insectos e intrusos.
Del campo al pueblo
La gran inundación de 1914 en la zona de Santa María, con su secuela de malos resultados, más las mangas de langostas, las nubes de mosquitos y otras incomodidades, impulsaron a los Pioli a buscar un ámbito urbano; Rafaela fue la elegida. Francisco, con sus hijos Olivio y Olinto mudaron sus pertenencias en carro, mientras las mujeres optaron por el tren. Se radicaron en la calle Chubut (hoy Nicola) y se emplearon en La Defensa Agrícola. Los niños estudiaron en la Escuela Sarmiento, ubicada en la calle General Paz, en un terreno que hoy ocupa un supermercado, luego en la Escuela Normal, que funcionaba en el edificio de la actual Escuela Alberdi.
Eran tiempos aquellos en que las supersticiones habían dejado su lugar a preocupaciones más concretas y cotidianas, como las calles de tierra, las veredas de ladrillos gastados y los enormes charcos en los días de lluvia, en la esquina de Mitre y Sáenz Peña. La imaginería despertó con “el fantasma de la viuda”, que aprovechaba una calle oscura para aumentar las tensiones y aparecía en un galpón de La Defensa Agrícola. Alguien vio su sombra una noche cualquiera y se obligó a espantar con un escopetazo al aire, que escarmentó al sereno.
La vida familiar de los Pioli no cambió demasiado en sus costumbres con el trasplante del campo a la ciudad. Los ravioles domingueros, el galpón con herramientas para solucionar lo que se presentara, las visitas, la costura y el bordado, la dedicación por la carpintería y la docencia, iban signando un vínculo sólido a partir de las tradiciones y de la voluntad creadora. Eran tiempos en que la familia se construía sobre base firme que rara vez se resquebrajaba. Como si fuera el espíritu del tiempo, parece escucharse a la nona Marietta, junto a la cocina de leña, contando historias de fantasmas, que nadie creía, pero que a todos divertía.
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