Por Editorial
El presidente Javier Milei volvió a cargar esta semana contra el periodismo. Lo hizo en genérico, como suele hacerlo, un enemigo imaginario al que le adjudica una cantidad de agravios de sentido común e imputa delitos que nunca personaliza, que sirven para el regocijo de su tribuna digital y que lleva de fondo la ingenua estrategia de creer que de esa forma no tendrá consecuencias legales.
No es el primer mandatario en hacerlo, pero sí es el primero en hacerlo en primerísima persona. Por desgracia para sus intenciones, su discurso de odio sólo quedó rebotando en ese ruidoso y encapsulado mundo digital que le crean artificialmente desde la Casa Rosada, apenas a una oficina de distancia de su despacho, y en la incomodidad que le generó a su prensa adicta.
La táctica utilizada es tan básica como su primitivo esquema de emociones que divide todo en bueno y malo.
No por ello no vale la pena pensar un poco más al respecto. A su creación de un enemigo plagado de defectos y vicios le contrapone la Libertad de Expresión. Y es allí donde debería existir un stop y un llamado a la reflexión. Reflexión que casi ninguna entidad periodística, quizá temerosa del castigo o congraciada con el modelo, se animó a realizar.
Es cierto, como en algunos pasajes de su tuit indica -en genérico- Milei, que hubo y hay periodistas y medios que colaboran con sus prácticas a generar un descreimiento sobre el periodismo. Y si bien el fenómeno, de pérdida de credibilidad en la prensa, no es nuevo ni exclusivo de nuestro país, la impersonalidad de la denuncia no hace más que cobijar a los que lo alaban o le festejan sus exabruptos, algo que retribuye concediendo entrevistas a los fieles.
El mandatario habla de "ensobrados", pero no da nombres. Habla de corrupción, pero no aporta hechos ni apellidos. Entonces está claro que no busca un intercambio honesto con un actor social que, ciertamente, tiene mucho por mejor. Lo que busca, sencillamente, es la aprobación sin matices y la adulación sin límites a su existencia.
Los métodos que utilizan pueden parecerle una novedad al desprevenido, sin embargo, a esta altura de la vida moderna digital no son más que una copia falsificada, un tanto mal ejecutada, de lo hecho por sus admirados Donald Trump y Jair Bolsonaro.
Milei, al igual que otros dirigentes de la política, cree que los medios tradicionales, donde están la mayoría de los periodistas, tienen poco para aportar. Y como dijo para justificar la eliminación de la pauta pública -bajo un concepto muy simplificado- en las redes sociales las personas pueden informarse. La propuesta casi no vale la pena ser analizada, pero sí vale la pena resaltar lo que intenta ocultar: Milei logró su reconocimiento en la TV y principalmente en el canal América, donde uno de los accionistas era su jefe, Eduardo Eurnekian, de Corporación América.
Después vino la tan elogiada estrategia digital. Milei ganó, como se sabe, en todos los estratos sociales de todo el país y aún en los más alejados parajes del extenso territorio argentino, donde el endemoniado algoritmo de TikTok y el debate caliente de Twitter poco pudieron hacer.
Pero el Presidente comete un error. Cree, como durante décadas hicieron los medios de comunicación, que la realidad es aquella capa inmediata de significados de la que se alimenta. El periodismo, a los tumbos, es cierto, comenzó a entender hace años que el sentido de la relevancia está en lo que las audiencias ponderan y no en lo que el mismo periodista cree que es "lo importante".
Ese alimento masticado que le sirven al presidente sus asesores, un mundo de tuits y comentarios aduladores y autocomplacientes, le recrean un entorno artificial edulcorado con el que el mandatario toma decisiones. Ese es el punto relevante que el periodismo debe abordar. Sus actos de Gobierno y sus decisiones políticas. Porque probablemente ahí estén afectados los excluidos de las redes sociales y los que viven una realidad material cada vez más compleja.
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