Por Alcides Castagno
Belgrano, mientras estudiaba en España, había abrazado la idea de la Ilustración, que se basaba en el progreso de la humanidad a través del conocimiento. Cuando la predicó en su patria, no tuvo repercusión: era demasiado abstracta para las necesidades de su tiempo. Se dedicó a la política y devino jefe militar.
Éxodo
Cuando el 23 de agosto de 1812 el ejército invasor amenazaba a Jujuy, Manuel Belgrano ordenó lo que a muchos pareció una locura –y lo era- pero no dio oportunidad a los opositores. Huir dejando tierra arrasada para que los invasores no tuvieran agua ni alimentos, fue la orden a cumplir. Y se cumplió, ya por convicción ya por la amenaza de fusilar a quien no la acate. La caravana del miedo y la destrucción fue dejando atrás ranchos, aguadas, pulperías, almacenes, recuerdos. La orden de Buenos Aires era retirarse a Córdoba; la orden de Belgrano a los suyos fue ir a Tucumán. Allí esperó a los realistas y los venció, de modo que tuvieron que retirarse hacia Salta, adonde los persiguió y volvió a vencerlos. El máximo sacrificio de los jujeños debía justificarse y el tiempo les dio la razón, al interrumpir la invasión y salvar a la patria naciente.
Estamos a 212 años de aquel sacrificio que hicieron los que perdieron todo para resurgir. Hoy crujen los andamios del monumento que soñó Manuel Belgrano y tantos hombres y mujeres que en la historia han sido. Heridos en el alma, otros hombres y mujeres arden en la duda por seguir adelante o llamarse al abandono. Esta tierra fue elegida por los desamparados, defendida por los esperanzados, sembrada, cosechada, recorridos sus territorios, descartados por ser difíciles pero no imposibles, con similares sensaciones de aquellos que sólo divisaron pasto puna y tacurúes donde después hicieron florecer trigos.
Lejos en el tiempo y la distancia, los hebreos huyeron de Egipto hacia un desierto de años tras la tierra prometida. Evitando comparaciones, encontramos decisiones paralelas, en todos los casos transitando un camino de sacrificios después de haber disfrutado de ilusorias sumisiones.
Esta tierra
Esta tierra que hoy se usurpa o se abandona fue tantas veces codiciada. Generadora de horizontes, les dio facilidad a quien quisiera poner semillas y juntar sus frutos. Es verdad, es necesario proteger lo que crece, alimentar el suelo, acompañar el curso de los ríos, tomar y reponer la madera de los árboles; devolver lo que se recibe, cuidar lo que es de todos.
No hay futuro –dicen-; no hay seguridad –afirman-, no tenemos alicientes; son los reproches de los que prefieren atender las mesas de un bar en Italia que soportar la incertidumbre cíclica de su patria. La invasión nos viene desde adentro, con un sistema que usó los frutos del trabajo para facilitar el ocio y hasta premiarlo; un sistema que ha consagrado a políticos sin fundamentos y funcionarios sin mérito. Palabras huecas y mentiras graves han socavado la confianza. Asistimos estupefactos al drenaje de dinero delictivo, que contamina a quien lo toca y aún al que no lo toca. Hemos causado la muerte y la desesperanza de jóvenes y ancianos, de estudiantes y profesionales. Lo peor es que hemos matado la esperanza en muchos, que fueron usados para aumentar un presupuesto y guardarlo dentro de esa cavidad donde se esconde el honor y el sacrificio de tantos.
Hoy el éxodo
¡No se vayan!, decimos, dicen, dijeron. Con la historia a cuestas, esa que se repite en ciclos, esa historia de caer hasta el fondo y recuperarse, no logramos convencer a los que miran alrededor y no ven otra cosa que ladrones sin condena, mercados sin clientes, diplomas sin currículo, territorios sin vivienda.
Los que alguna vez partieron en busca de mejores condiciones, comprobaron que hay sociedades posibles, con expectativas abiertas, pero los mejores lugares están cubiertos y en todos los casos el camino debe abrirse con mucho trabajo, con el síndrome del “sapo de otro pozo”, sin amigos ni familia para refugiar la pena o celebrar la alegría. Muchos volvieron; otros, los menos, fueron logrando algún rincón desde donde afirmar su futuro. En definitiva, la felicidad no es una cuestión de geografía.
Hace 212 años Belgrano y su ejército del Norte esperó agazapado tras la convicción de vencer. Aquí tenemos desposeídos que se juntan para robar, pero tenemos gente que se une en cooperativas para organizar su trabajo y salir de la miseria original. Un poco más lejos hay territorios fiscales vacíos que pueden parcelarse para ser habitados y convertirlos en huertas o corrales productivos, sin necesidad de usurpar tierras que algunos consiguieron una vez de modo legítimo y que debieran hacer producir para no tentar a los habitantes de la miseria sin territorio. No lograremos inversión productiva si seguimos regalando porciones de ocio sin oportunidades. Nunca lo hemos logrado, pero insistimos. Nuestros talentos resisten a pesar de nuestros descuidos. No dejemos que se vayan ante espejismos limítrofes o misterios europeos. No podremos clausurar las salidas, que, si no son puertas, serán ventanas por donde huir. Belgrano no culparía a los que se van sino a quienes los expulsan.
¡Ay Patria mía!
Necesitamos esperanza. Necesitamos abrir un resquicio hacia una sociedad justa. Necesitamos pensar en comunidad, la que llamamos Patria, aquella que sufrieron los que hoy decoran nuestras salas en estatuas y retratos. Necesitamos salir en procesión y pedirles perdón a nuestros ríos, a nuestros montes, a nuestro suelo, por el daño que nuestra desidia les ha causado y les causa. Necesitamos ir hasta el lecho de enfermo de Manuel Belgrano, escuchar de sus labios decir “Ay, Patria mía” y empujar con lo que tenemos el carro hacia adelante, que salga del pantano, que allá el camino sigue estando libre para el que pueda, sepa y quiera recorrerlo.
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