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Deportes

La sangre y la gloria

Agrandar imagen La lagrimas de Galíndez luego de la brutal pelea con Ritchie Kates.
La lagrimas de Galíndez luego de la brutal pelea con Ritchie Kates.
Oscar Martinez

Por Oscar Martinez

El 22 de mayo de 1976, el boxeador argentino retuvo el título mundial en una pelea distinguida como la más extraordinaria de todos los tiempos. Le ganó a Richie Kates por nocaut un segundo antes del final, tras batallar más de doce rounds con un enorme corte en el arco superciliar derecho. La camisa ensangrentada del árbitro Stanley Christodoulou está expuesta en el museo del boxeo.

Carrera de TC en ruta, en 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires, domingo 26 de octubre de 1980. Víctor Emilio Galíndez, recientemente retirado del boxeo, se sube al Chevrolet número 19 para ser el acompañante del piloto Antonio Lizeviche. Largarían en la decimoprimera fila, pero a los 6 kilómetros debieron detenerse por un problema en la caja de velocidades. Apenas unos minutos más tarde, el Falcon de Marcial Feijoó se puso de costado y comenzó un trompo. La enorme popularidad de Galíndez seguramente obnubiló a Lizeviche, que lo admiraba, y decidió también él gozar del calor de la gente que los saludaba desde el costado, en lugar de prestar atención a su experiencia y caminar del otro lado de la cinta asfáltica. Los coches pasaban a su lado a 250 kilómetros por hora. De pronto y en menos de dos segundos, el auto de Feijoó los embistió con su lateral derecho. Murieron al instante, en medio de una orgía de sangre y destrucción. Los cuerpos de Galíndez y Lizeviche quedaron en el lugar hasta que terminó la carrera. Feijoó jamás volvió a correr.

Las imágenes de la multitud que acompañó su despedida, cuando solo tenía 31 años, fueron portadas de los diarios y revistas de la época. Una vez más el Luna Park se vistió de luto. Galíndez es otro de los boxeadores que se bebieron la vida de un sorbo, uno de los que tuvieron un final trágico que lo puso en el pedestal de las leyendas. Con su fatalidad, solo terminó de darle forma a su figura legendaria, porque la parte central del trabajo lo había hecho aquella vez, en la pelea inolvidable, cuando le ganó a Kates.

"Yo he visto mil muecas espantadas por el horror cuando su sangre comenzó a bajarle por la cara como una vertiente sin destino. Yo he visto a su hermano arrodillarse en el césped del Rand Stadium pidiéndole a Dios su piedad infinita, a otros humanos tapándose el rostro para ampararse en la ceguera, a cientos de mujeres con la boca abierta y el rostro transparente por la palidez del miedo, a sus amigos en el rincón sudando la desesperación, a los periodistas temblar buscando una explicación. Yo he visto la noche del 22 de mayo de 1976, aquí, en Johannesburgo, cómo un campeón mundial, herido, casi ciego, maltrecho y furioso cambiaba el destino de su vida por la única e invencible razón de los hombres: LA FE", escribió Ernesto Cherquis Bialo en la revista El Gráfico Nº 2955 del 26 de mayo de 1976.

El boxeo vivía un tiempo grandioso. Tres de nuestros deportistas reinaban universalmente al mismo tiempo: Miguel Ángel Castellini, Carlos Monzón y Víctor Emilio Galíndez. Este último estaba en su mejor momento. A los 27 años llevaba cinco defensas exitosas del título ganado en el Luna Park el 7 de diciembre de 1974 ante Len Hutchins. Su rival esta vez era de riesgo. Estaba segundo en el ranking mundial y ostentaba un récord de 31 victorias, de las cuales 16 fueron logradas antes del final, y sólo una derrota. Por eso no extrañó que se eligiera un lugar ideal para las grandes veladas, el Rand Stadium de Johannesburgo. Esa tarde pagaron entradas 42.195 personas, en la Argentina los aficionados siguieron las incidencias en forma directa por Canal 13 de Buenos Aires, con los relatos de Roberto Maidana o la escucharon por medio de LRA 4 Radio Splendid de Buenos Aires.

La pelea empezó mal. Ventajas para Kates y panorama expectante para el campeón. Entonces llegó el choque de cabezas. Una herida profunda en forma de L se abrió sobre el arco superciliar derecho de Galíndez, que parecía terminar su reinado. Si el árbitro Stanley Christodoulou hubiera aplicado el reglamento, las tarjetas computadas hasta el momento decretarían a Kates como ganador. Entonces "Tito" Lectoure saltó al ring para a pedirle a viva voz al juez sudafricano la descalificación del retador, mientras que con su cuerpo evitaba que subiera al cuadrilátero el médico, Clive Noble y comenzaba a trabajar en la herida. Lectoure le gritó al médico que el árbitro lo autorizaba a Galíndez a seguir peleando y casi al mismo tiempo le explicaba al réferi que el Dr. Noble daba permiso, mientras le hundía los dedos en la herida, impregnándola de un cicatrizante norteamericano. Juan C. Cuello y Roberto Palmero Galíndez -hermano del campeón-, estaban junto a Lectoure, y asistían impotentes al chorro de sangre del que quedarían luego tres toallas ensopadas. Ante el estupor de todo el público, el combate continuó, con el argentino que no veía casi nada.

Allí comenzó otra historia. Galíndez iba al ataque contra el rival, la herida, el tiempo, el médico, el referí y sus fuerzas. Entre el cuarto y el séptimo round, aquellas miradas de horror se transformaron en vivos mensajes de admiración. La gente se levantaba de sus asientos y todo el estadio comenzó a gritar: "Vic-tor, Vic-tor" con ese sonido extraño y emocionante de la fonética. Si esto se hubiera gritado en "argentino" y en Argentina, el coro sonaría cálido y contagioso; gritando en inglés o afrikans (idioma local) era una plegaria sobrecogedora. A medida que Galíndez agrandaba su imagen bajo una máscara de sangre que teñía todo de rojo, a Kates parecía achicársele el corazón. Lo del 4º asalto fue excepcional: sin ver más que un bulto movible empezó y terminó tirando golpes. Eran golpes de un león herido. En el 5º, Kates intentó retomar una línea de calma sin presentarse a la pelea frontal y fue desbordado. En el 6º terminó "groggy" alcanzado por una izquierda en cross después de haber recibido no menos de seis ganchos a la zona abdominal y en el 7º, como obra de un milagro, después de una tunda, la campana salvó a Kates del nocaut ya que el referí, en el mismo rincón del argentino, le contó 9 segundos de caída efectiva al retador de Nueva Jersey.

Pero la apoteosis llegaría en el décimo quinto asalto. Galíndez ensayó un golpe que había practicado mucho en los últimos meses: el directo de izquierda de abajo hacia arriba. Un golpe de largo recorrido, que va con la carga del hombro, el apoyo del pie izquierdo, el acompañamiento del torso y totalmente suelto, como quien pega contra una columna cercana caminando por la calle. Así tomó a Kates en la definición. Proyectado hacia adelante, como quien tira la mano para tomar distancia. Llegó plena al mentón y Kates cayó de espaldas a través de toda la dimensión de su cuerpo, con los ojos cerrados, una respiración acelerada y los brazos vencidos en cruz, la boca entreabierta y el gesto quejoso. Mientras Christodoulou le contaba, Galíndez, consciente de que Kates no se levantaría, comenzó a festejar el triunfo con frenéticos movimientos. No era una burla a su adversario, era la celebración de un autodesafío ganado.

Pero la angustia no terminó con la pelea. Ya en el vestuario, y mientras lo cosían, "Tito" Lectoure tenía la mano derecha de Galíndez. Después del quinto punto, Galíndez pidió que la mano se la tuviera la enfermera. Era un signo de que estaba recobrando su espíritu. Pero apenas terminada esa tarea, hubo que contarle al campeón la noticia que definitivamente acabaría con su felicidad. Oscar "Ringo" Bonavena, su gran amigo, había sido asesinado en Reno, Estados Unidos. Ese día resumirá la mayor cantidad de sensaciones encontradas para el boxeo argentino. La felicidad y la tristeza, el orgullo y el dolor, todo bañado en sangre de gloria y muerte. Tres palabras que definen la historia de Víctor Emilio Galíndez.

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