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Cultura

La decisión

"Crónicas a Contraluz"es una propuesta de Juan Carlos Ceja que nos ofrece ficciones literarias con líneas de sentida autorreferencia. "Pinta tu aldea y pintarás el mundo", es la frase que parece guiar al autor.

Muchos años después, frente al juez del registro civil, Rosa había de recordar aquella tarde en que resolvió una cuestión moral.

El café de Saavedra y Lincoln no tendría memoria de Rosa, cuando lo demolieron se llevó las mejores historias de amor, de locura y de muerte.

Las vivencias del edificio que se construyó a nuevo tuvieron el sabor de lo común y vulgar. No hubo escritor que se hiciese cargo de ellas.

Rosa tenía treinta años, sus colores preferidos eran el naranja y el azul. No usaba perfume y en los 90 corría por los senderos del Parque de la Estación. Formaba parte de ese enjambre que por primera vez podía cambiar el auto, viajar a Camboriú y discutir satisfecho el uno a uno en los bares.

Rosa seleccionaba sus lecturas. En los días de la tarde del café disfrutaba La Pasión según Jesucristo de Saramago que habla del Jesús rebelde que no quiere ser hijo de Dios. Antes, en el calorcito del parque que estaba frente a su departamento, había puesto su atención en Olga Orozco que escribió: "La búsqueda de Dios, el hecho de acechar más allá de lo visible, ampliar las posibilidades del yo, el tiempo y la memoria...la justicia, la libertad, el amor y la muerte...creo que desde mi primer libro la semilla está dada".

Rosa antes de su experiencia con Juan vivía sola. La convivencia fue un arreglo que él no llegó a tener claro ni si sería capaz de abordar los efectos. La hija no entraba en las consideraciones, esta forma de ser creaba tensiones con Juan. Él venía de una familia que seguía, sin saberlo, apenas postulados judeos cristianos. Rosa llegó temprano al café de Saavedra y Lincoln, pidió agua, no tomaba otra bebida.

Según lo convenido primero habló con Juan que vino por Lincoln y fue puntual. El hombre pidió ser breves porque lo esperaban en la oficina. Esos meses el trabajo estaba desmadrado, dijo, mientras comentaba cuánto había cambiado su vida durante ese último tiempo.

Si nos queda algo por conversar podemos seguir a la noche, dijo Rosa, pero aclaró que no era lo que ella deseaba. Juan dijo que era raro que se citaran ahí si podían hablar en el departamento. Allí está Delfina, dijo Rosa y no es apropiado agregó.

Juan expresó que la quería como siempre y trataba de entender la oferta, pero que ella tenía que comprender que no era fácil de asimilar y dar ya una respuesta.

Juan sientó lo mismo, para mí sigue siendo una etapa positiva, por eso nos mantenemos juntos, dijo Rosa. Juan interpretó positiva como sin fuego, sin pasión, sin riesgo emocional como ya había escuchado en conversaciones anteriores. A decir verdad, lo sintió como un golpe bajo.

Te has convertido en un hombre inconsciente, recordaba Juan que le había dicho su hermano. Tu mujer con sus ideas te ha hecho otro, dijo aquella vez mientras caminaban previo al café antes de abrir la oficina.

Rosa insistió en que ella había tomado una postura y no la cambiaría. Juan se fue diciendo que no podía dar una respuesta todavía. Presentía esto, dijo Rosa.

La tarde transcurría bullanguera, los autos de Saavedra y Lincoln circulaban histéricos. En el café se dieron ratos de más y menos público. Son los clientes de siempre, se dijo Rosa.

Llegó el contador, le sonrió y con dificultad acercó una mesita al ventanal que daba a Lincoln. El ramito de fresias naranjas que dejó sobre la mesa lo vendían en la otra cuadra.

¡Cuánto ha envejecido! observó Rosa. En ese mes se había hecho cargo de todos los años del mundo. El viejo volvió la cabeza hacia la calle, tomó un cortado y así estuvo hasta que se retiró. Rosa sentía conmiseración por ese hombre, opinaba que no había derecho que tres mal nacidos hubiesen terminado con la vida de la mujer del contador y menos de la manera que lo hicieron.

Alfredo también fue puntual. Se sentó y pidió un café. Era cliente, disfrutaba el ambiente de esa esquina. La fragancia del hombre era un perfume caro que Rosa le dio para el cumpleaños.

Alfredo conocía la situación. Preguntó si Juan había estado. Rosa le dijo que sí. Él preguntó por la respuesta de Juan. Ella quiso saber si él estuvo pensando. Alfredo le contestó que sí, pero que antes quería expresar algo. Rosa concedió.

Eres la primera mujer que siento que quiero, con la cual en el sexo me siento pleno, con ganas de más, y en muchas otras cosas, dijo Alfredo, pero no puedo tomar el rumbo propuesto.

Rosa se levantó, tomó un cenicero y prendió un cigarrillo, pero debió apagarlo porque el mozo le advirtió el cartel: Prohibido fumar.

Es una pena Alfredo, hay muchos proyectos que podemos desarrollar juntos, dijo Rosa, mientras ponía énfasis en expresar que acerca del sexo sentía lo mismo que él. Alfredo quiso saber que iba a hacer.

Ella contestó que probablemente lo que pedía era riesgoso, pero que nadie lo podía asegurar. Y que ella se sentía tranquila por el hecho de haberlo anticipado, a Juan y a él.

Rosa fue firme. Si los dos accedían a mantener la situación, bien, de otra manera se divorciaba de Juan y terminaba también con él.

Alfredo se alejó por Saavedra sabiendo que a Rosa le preocupaba que Juan le dejara el departamento y la tenencia de Delfina.

En la calle el contador dio paso a Alfredo, subió los dos escalones de su casa, entró, con delicadeza dio vuelta la llave y cerró la puerta. Alfredo canturreaba Mil horas cuando su figura se desvaneció por Saavedra.

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