Los testimonios directos sobre la vida rural, dominantes hasta mediados del siglo pasado, hoy son cada vez más raros, ya que los pertenecientes a la última generación que la vivieron están desapareciendo.
En los últimos cincuenta años la vida cambió tan rápido que nos tomó a todos por sorpresa. Un cambio que no tiene comparación con los dos mil años anteriores. Todo lo que existía antes, en poco tiempo se volvió viejo, pasado de moda y relegado al rincón de las cosas olvidadas. Cambió la misma forma de vivir las horas del día, sin más reglas entre el día y la noche, las horas de trabajo, los momentos para comer, las horas de descanso y las de divertirse, como si nuestro cuerpo pudiese adaptarse a vivir sin ningún horario.
Una tradición desaparecida por la globalización. La progresiva desaparición de la población rural de las colinas, las nuevas formas de distribución y alimentación, destruyeron esta familiar cultura campesina del cerdo.
La carneada era una fiesta y un antiguo ritual colectivo en el que participaba toda la familia y la comunidad campesina, adquiría un gran valor simbólico y era un momento de reunión social sentida.
El cerdo es parte de esa gente, de su tierra, de su cultura, que sigue el ritmo natural del tiempo y las estaciones y conoce el sacrificio y el esfuerzo del duro trabajo diario. Su carne es rica, sabrosa y nutritiva y sus embutidos son agradables, fragantes y sabrosos.
El cerdo es, entonces, tradición, es historia, es cultura popular, es patrimonio de esa tierra.
La matanza del cerdo era esperada como un ritual, el peso del animal era el orgullo del jefe de la familia, el rendimiento de la carne un alarde, un orgullo justificado. En tiempos de gran carestía era una riqueza, era envidia hacia quienes podían gozar de este beneficio.
También, los días en que las dificultades económicas llevaban a valorar cada parte del preciado animal -porque del cerdo no se tiraba nada- poder contar con restos de carne era una alternativa válida al hambre asegurado.
La tradición quiere que la carneada se lleve a cabo con el primer rigor invernal, donde las rígidas temperaturas enfrían y secan más rápido la carne y, en consecuencia, contribuyen a una más eficaz y más rápida elaboración.
Es aconsejable que el animal tenga al menos doce meses, para que la carne esté más madura y rica en sabor y sustancia.
El consumo de la carne de cerdo sigue siempre un proceso cronológico desde la matanza hasta el final del año: inmediatamente después de la matanza se consumen la morcilla, los huesos hervidos, los chicharrones. A continuación, en sucesión, salchichas y codeguines. Para carnaval se probaban los primeros salames, a finales del verano las pancetas, luego las bondiolas y cerca del final del año, primero el jamón cocido y luego el jamón crudo.
La matanza del cerdo, un rito ancestral de la cultura rural, era y sigue siendo una celebración alegre y también una oportunidad para la socialización de toda la familia, parientes, amigos y vecinos invitados para almorzar y para ayudar. Una fiesta que dura varios días, desde la matanza del animal hasta la preparación de los embutidos.
Esta es una historia que se repite desde una época muy remota. Algunos creen que incluso desde la revolución neolítica, con el cambio por parte de algunas poblaciones que de la caza y la recolección espontánea de los productos pasaron a un sistema más sedentario basado en la agricultura y la cría de animales domésticos.
Desde entonces y hasta hoy, y de acuerdo a las posibilidades económicas, las familias rurales mantuvieron la práctica de criar y manufacturar uno o dos cerdos para asegurarse un suministro de carne (buena y auténtica) durante todo el año y lo hace con gestos hábiles, con pasión, delicadeza, atención al detalle y la participación que sólo la tradición sabe conservar y transmitir.
El cerdo fue, durante siglos, la despensa de muchas familias, una garantía de grasa y proteínas para el invierno. Hasta hace unas pocas décadas, la dieta de los hogares campesinos era principalmente vegetariana, y no por elección. La carne se consumía sólo durante ocasiones especiales y los días de fiesta, y no siempre.
Muchas familias ricas, que tenían la capacidad económica para comprar un cerdito -generalmente en las ferias o en los mercados-, lo daban a un campesino para que lo criara alimentándolo con sus sobras, pero también con castañas, bellotas, salvado, cereales molidos y más.
En el momento de matarlo, por lo general entre los meses de enero y febrero, que coincidía con la época fría del año, y junto con la maduración completa del animal que mientras tanto había superado los 120 kg de peso, la costumbre preveía (y todavía prevé) que el cerdo fuese seccionado en dos partes iguales: una mitad para el patrón, la otro para el campesino.
Posteriormente, la época de los patrones terminó y los campesinos comenzaron a criar el cerdo para sí mismos y en el momento de su muerte se difunde la práctica de compartir la fiesta con la familia, amigos y vecinos.
Hasta los años 50 y 60 del siglo pasado los cerdos eran criados de manera artesanal, en el campo. Sólo a partir de esa década se pasó a la cría industrial.
Aún hoy, en los campos, muchos agricultores todavía acostumbran criar el cerdo y matarlo de manera tradicional. La raza es la de Cavour, piamontesa, una raza fuerte, que se ambienta fácilmente.
El cerdito era criado en en un pequeño edificio bajo, de piedra, a veces de paja y cañas, con el suelo cubierto de paja con el fin de evitar resbalones desastrosos para el cerdo, al aire libre, cerca de la casa de los pollos, en el borde del patio.
Mucha importancia se daba a la alimentación de los cerdos: verduras, papas, manzanas, remolachas, restos de comida, subproductos de la molienda de cereales, como el salvado, harina de maíz. Todo esto, una o dos veces a la semana era desmenuzado, picado y cocido en una olla grande de hierro: el pastón resultante se servía al cerdo un par de veces al día y era tragado rumorosamente.
Por lo general, en la cultura campesina, era la mujer de la familia quien se encargaba de alimentar al cerdo. Ella sabía bien que el elemento esencial que determinaría la buena calidad de la carne, su aroma, su agrado y el éxito de la delicada maduración, era la alimentación.
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