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Locales

Miguel Lifschitz, el del caminar seguro y cansino

10.25 Y así se fue. Fiel a su honestidad y convicciones. Esperando que le toque el turno para colocarse la vacuna del Covid, como cualquier vecino. Algo tan normal en un país normal… Nadie ni se hubiera atrevido insinuarle “saltar la cola”.

(Por Iván Garbulsky para Diario CASTELLANOS). - Siempre nos recibía con una sonrisa. Escuchaba con respeto cada pregunta y la respondía. Ahí, al hueso. Sin “irse por las ramas” sin rodeos, sin marketing ni respuestas coacheadas… algo tan común en la clase política… Arrancaban las preguntas y él respondía con esa sencillez y parsimonia que todos subrayaban. Miguel Lifschitz. El del apellido difícil. El del caminar seguro y cansino. El oído atento.
Se apagaban los micrófonos y siempre se quedaba charlando un poco más. Ahí preguntaba él sobre nuestra labor, nuestro punto de vista sobre tal o tal tema. Estaba atento a lo que le ocurría al otro. Lo que pensaba el otro. La mirada del otro. Y las ideas del otro.
Siempre estaba atento a todo. De las tantas veces que vino a Rafaela, una vez estábamos en el Nodo esperando para arrancar la “ronda de prensa”. Se acercaba hacia aquí pero una señora lo paró. Le habló de un problema que había en su barrio con el tema del agua. La escuchó atentamente. Tomó nota. Y a los meses tuvo respuesta. No tenía muchas vueltas.
Era austero en todos los sentidos. En el concepto más amplio de la palabra. No le interesaba el ruido. No le interesaba las nimiedades. El objetivo era claro: obras para mejorar la vida de los santafesinos. En cada rincón de la provincia
Vino a la ciudad tantísimas veces en los cuatro años de gobernador. Saludaba y dialogaba con todos. Anteponía el respeto a la institucionalidad. Siempre. Escuchaba. Muchas veces recibía durísimas críticas de la oposición. No importaba. Respetaba el diálogo como forma de construir.
Y en la región más de un presidente comunal –no importaba el color político al que pertenecía- agradecía su visita y resaltaba que hacía 40 años –o nunca- un gobernador había pisado su pueblo. Lifschitz, sin importar si la localidad tenía cien, mil o cien mil habitantes, iba, visitaba, escuchaba, tomaba nota. Y respondía. En una Fiesta Patronal, en una inauguración, en una recorrida. Y allí siempre se paraba a charlar: con representantes de un club, de un centro de jubilados, de una biblioteca, de una directora de escuela… con todos.
Los que estaban cerca de él siempre subrayaban su capacidad de trabajo sin descanso: “Miguel no para”. Era de esos distintos. Los que estaban seguros que la política significa servir a la gente y nunca servirse. Respetando. Y así, con esa convicción. Siempre. Esperando que le toque el turno para colocarse la vacuna del Covid, como cualquier vecino. Algo tan normal en un país normal… Nadie ni se hubiera atrevido insinuarle “saltar la cola”.
Tal vez porque fue de esos. De los distintos. De los que no gustaban de las fotos “preparadas”. Siempre iba al hueso. Como en las rondas de prensa. No había rodeos porque no era necesario armar una cascarita tratando de tapar y esconder.
Y así se fue. Luego de darle pelea, claro está, durante varios días a esa enfermedad destructiva que aqueja a toda una humanidad. Y así se fue. Fiel a sus convicciones, a su honestidad a sus principios, a sí mismo. El del paso cansino. El de la mirada atenta.

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