La noche había empezado torcida. Las noticias que llegaban desde la agobiante Miami en la previa del partido daban cuenta de un escandaloso desborde del sistema de control y de contención diagramado por las fuerzas de seguridad estadounidenses, causado por el intento de ingreso de cientos de hinchas colombianos sin su respectivo ticket al monstruoso Hard Rock Stadium para ver la final de la Copa América. Un escenario imponente que pasó de mostrar, en apenas un rato, el reflejo del lujo primermundista y la opulencia yankee a una imagen mucho más propia de estas partes del mundo.
A la distancia, los millones de argentinos que desde temprano habían diagramado la agenda dominical a la espera del encuentro, no podían evitar la angustia al empatizar con aquellos compatriotas que en buena ley habían adquirido sus entradas (haciendo en muchos casos un esfuerzo y una inversión enormes) y debieron quedarse con la ilusión atragantada y su rostro frente a una fría reja. De espaldas al sueño y de frente a la frustración.
Pero, en medio de todo ese desasosiego, sobrevolaban dos motivos para tibiamente aliviar el malestar. El primero era que, al menos por una vez, los culpables no habíamos sido nosotros: abonados de honor a los papelones mundiales, en esta oportunidad el color de la camiseta teñida de negro era otro. Y aunque no cambiaba mucho la ecuación, al menos nos evitábamos otro mal trago estando en el ojo de la tormenta y en las primeras planas del juicio mundial.
La segunda razón era que detrás de todo había un partido de fútbol, donde jugaba la Selección. Nuestra Selección. Esa que se acostumbró a vestirse de bálsamo y nos invita desde hace tiempo a confiar en la salvación, al menos momentánea, del descalabro en el que deambula el país. Y lejos de decepcionar, los muchachos hicieron su parte. Pero nosotros no pudimos con nuestro genio y volvimos a dar la nota.
La constante reprogramación del inicio del partido, además de volver a dejar en evidencia que aquello de “el show debe continuar” continúa siendo la filosofía reinante en cualquier lugar de un planeta movido por los intereses de siempre, demoró también la finalización del evento que tuvo un desenlace aún más dilatado como consecuencia de la prórroga. Esto derivó en que recién pasada la 1 de la madrugada (ya del lunes) las calles de nuestra ciudad abandonen su letargo típico para convertirse en escenario de festejos y algarabía tras la coronación como bicampeones de América por el gol de Lautaro Martínez. Y aunque el frío y el horario atentaron contra la convocatoria, que distó mucho de aquella -por ejemplo- de diciembre de 2022, decenas de rafaelinos se congregaron en la tradicional esquina “del Jockey Club”, punto neurálgico y testigo de innumerables celebraciones.
Pero en medio de lo que parecía otro momento de mero júbilo y relajación, el nerviosismo se instaló de repente en el microcentro: un grupo de inadaptados comenzó a romper las vidrieras de un par de locales comerciales, no sólo causando destrozos sino además aprovechando para sustraer elementos de valor. La película ya había dejado atrás su título de comedia y paulatinamente encontraba un giro dramático que poco se condecía con las sonrisas que Messi y compañía quisieron sacarnos.
Pero al largometraje todavía le faltaba su escena peor, sacada de cualquier film terrorífico hollywoodense, y que apenas unas horas después se volvió viral trascendiendo las fronteras de la ciudad: un individuo se paseaba en medio de la multitud con un arma de fuego en su mano, y alzándola al aire comenzó a efectuar una serie de disparos que irrumpieron el sonido homogéneo de festejos y cantos.
El video en cuestión finaliza casi de inmediato, al igual que la tranquilidad de quienes estaban presentes, que atónitos se observan entre sí, buscando en la mirada cómplice de sus pares corroborar que aquello observado fue real, para lentamente luego emprender la retirada hacia sus casas, con la cabeza gacha y ya sin el ánimo festivo que los había llevado hasta allí. Ya no se celebra un campeonato, se celebra estar a salvo.
Fue una locura difícil de comprender y más aún de explicar. Pero su inverosimilitud no debe llevarnos a no hacer el esfuerzo por entender que ya no estamos seguros ni siquiera durante esos instantes de felicidad extrema a la que la Selección nos (mal)acostumbró, y que esos momentos pueden ser cada vez más efímeros por nuestra propia tendencia autodestructiva, un síntoma del que adolecemos como nación desde nuestros albores.
Es probable que nunca hallamos sido un ejemplo como sociedad, pero en estas situaciones mostramos nuestro grado de irrespetuosidad, aun con quienes decimos admirar. Es que no somos capaces, ni siquiera por un rato, de corresponder con nuestro accionar lo que Lionel y sus muchachos pregonan desde adentro de un rectángulo de césped, haciendo que se vuelva cada vez más falso aquello de que “nos representan”. No señor, por suerte no lo hacen. Por suerte para ellos…
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