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Opinión

Otra vez, ¿y van…?

Por Vicente Massot - Reza el adagio, bien conocido en la Madre Patria y en toda la América española, que la necesidad tiene cara de hereje. Que lo nieguen, si acaso pudieran hacerlo sin que se les cayera la cara de vergüenza, el actual Ministro de Economía y su mano derecha en esa repartición pública, Gabriel Rubinstein. Hasta un mes atrás, poco más o menos, Sergio Massa resistía, con base en argumentos propios del sentido común, los embates de Cristina Fernández y Axel Kicillof, que le recomendaban airadamente -claro que sin vocearlo a los cuatro vientos- un congelamiento de precios liso y llano como la mejor forma de combatir el incontrolable avance de la inflación. Por su parte, el cerebro técnico de la cartera, en un reportaje radial concedido a una emisora del interior del país siete meses atrás, cuando aún no soñaba con el cargo que ocupa hoy, dijo que una medida por el estilo no serviría de mucho. Era algo así como pan para hoy y hambre para mañana.
¿Qué los hizo cambiar de opinión de manera tan súbita? No es que uno y otro, de buenas a primeras, hayan mudado de ideas y se convirtieran al credo intervencionista, tan arraigado en el Gobierno del cual forman parte. Nada de eso. Su viraje ha sido producto menos de su falta de convicciones respecto de las bondades de la ortodoxia, que de la desesperación. Literalmente, se les quemaron los papeles y no saben qué camino tomar. Por ende, han optado por uno tan transitado como fallido en la Argentina, a la espera de ganar tiempo.
No es cierto que fue el aliento en la nuca de la viuda de Kirchner y sus acólitos los que le torcieron el brazo al locuaz Ministro. En este momento la Señora, su hijo y los principales integrantes de La Cámpora carecen de poder y de espacio para dictarle a Massa lo que debe hacer. Se hallan todos en el mismo barco y saben hasta qué punto se los tragaría el mar, en el caso de que el responsable del plan de ajuste lanzado al ruedo sufriese de parte de ellos una zancadilla y decidiese renunciar. Massa no es Guzmán. Hoy la administración kirchnerista está sujeta a la suerte de las medidas económicas generadas por un hombre tan audaz como improvisado en la materia que le toca en suerte manejar.
En petit comité, los maximalistas del Frente de Todos no ahorran críticas a la marcha de la economía. Pero se cuidan de hacerlas públicas. Más aún, no dejan de darle su respaldo por los mismos motivos -la necesidad- que llevaron a Massa a aplicar este pastiche de precios, que no es tan duro como el que reclamaba la Vicepresidente ni tan laxo como el que él hubiera deseado. Como quiera que sea y aún en el supuesto -difícil de imaginar- de que tuviera algún éxito, ello no torcería el resultado de la elección del año próximo. A lo sumo, bajar del 6% a un 4% el índice inflacionario a partir del primer trimestre del 2023 le permitiría al Gobierno, en lugar de dar manotazos de ahogado, chapalear en el agua.
Como todo libreto de esta naturaleza, y más allá de si le otorga un respiro pasajero a la administración presidida por Alberto Fernández, el problema radica en lo que sobrevendrá el día 121. Semejante estrangulamiento de unos 1.800 precios de productos básicos, en medio de una crisis como la que atraviesa el país, y sin un plan serio de estabilización, está destinado al fracaso. Si no naufraga entre noviembre y febrero, el 1º de marzo existirán los mismos inconvenientes, sólo que corregidos y aumentados. La medida supone tratar de tapar el cielo con un harnero y creer que ello es posible. No obstante, es inútil recordarle a sus responsables que tamaños expedientes siempre han fracasado, no sólo entre nosotros. Como decía el siempre agudo Federico Frischnekt -a quien en más de una oportunidad hemos citado en esta newsletter- "como no saben lo que hacen, hacen lo que saben". Y agregaba, con su clásico estilo filoso, "y saben poco".
La decisión fue tomada a la luz de un panorama que luce muy problemático en los cuatro meses por venir. La inflación de octubre fue 6,3%, y así el año terminará con un alza del costo de vida que rondará 100%. Si a este dato, que no tiene vuelta, se le suman las consecuencias que arrastrará la sequía en términos de la cosecha gruesa, con la consiguiente merma de divisas -hay estimaciones que sitúan las perdidas en unos USD 10.000 MM- el futuro inmediato se presenta, más que problemático, sombrío. Una disminución acelerada de las reservas, como la que ha tenido lugar desde el 1º de octubre -cuando la vigencia del dólar soja llegó a su fin- podría generar en el curso estos meses un fogonazo cambiario. Decir, pues, que el equipo de Massa pisa terreno minado y que todos los días le es menester poner buen cuidado antes de dar un paso en falso, no es exagerado ni mucho menos.
Tan expuesto como el flanco inflacionario hay otro, el cambiario, que requerirá, antes de que lleguen las fiestas y concluya el año, algún retoque que le permita a la administración kirchnerista aguantar el chubasco y patear la pelota hacia adelante. Perder cien millones de dólares diarios de las escuálidas reservas del Banco Central no puede seguir sin solución de continuidad. Por lo tanto, al margen de nuevos cepos -que de todas maneras no alcanzarían para detener la sangría de divisas- lo más probable es que el Ministro de Hacienda apele nuevamente al recurso más exitoso de su corta gestión: el dólar soja. Aunque Máximo Kirchner diga que no está dispuesto a arrodillarse otra vez ante la "patria sojera", a esta altura no es un secreto para nadie que las convicciones del jefe camporista son las de una veleta.
Si lo expresado antes fuera poco, en la semana que acaba de transcurrir Cristina Fernández puso al descubierto -por si faltasen pruebas al respecto- la frágil arquitectura de nuestro tinglado constitucional. A semejanza de lo que en décadas pasadas su marido obró a expensas del entonces procurador de la provincia de Santa Cruz, Eduardo Sosa, ahora ella se permitió desconocer una acordada de la Corte Suprema de Justicia como si tal cosa. Viejas mañas, le dicen. Con el agravante de que, en este caso, no es una provincia remota la que ignora una resolución del Máximo Tribunal Argentino -en realidad Néstor Kirchner desconoció cuatro fallos seguidos- sino el Senado de la Nación. En cualquier otro país el claro conflicto de dos poderes básicos de la república dispararía una crisis de singular gravedad. Acá, en cambio, se toma como un litigio más.
En lo que hace al Consejo de la Magistratura, gane la pulseada el candidato de Cristina o se salga con la suya -como corresponde jurídicamente- el senador mediterráneo Luis Juez, nada va a cambiar demasiado. El virtual empate en que se halla empantanado aquel organismo encargado, nada menos, del nombramiento de los jueces a nivel de ternas y de su remoción, le impide tomar consideración alguna de importancia. La grieta que divide a la Argentina en dos campos opuestos y beligerantes también se extiende a la judicatura, sin posibilidad de que haya acuerdos de carácter estratégico.
En el curso de la última semana dos renombrados políticos españoles, el ex-presidente Felipe González, miembro del Partido Socialista, y el actual jefe del Partido Popular y senador del reino, Alberto Núñez Feijóo, se encargaron de recomendar vivamente, ante sus múltiples interlocutores -de carácter político, sindical y empresario- la necesidad y las bondades del diálogo abierto a todos los sectores del país, que hacen falta para construir un sistema institucional sólido. El primero de los nombrados, cuya agenda fue mucho más tupida y variopinta que la del segundo, repitió en cuanta oportunidad pudo ese mensaje, que quienes lo escucharon -con las excepciones de Cristina Fernández, Mauricio Macri y Patricia Bullrich- aceptaron sin expresar demasiados desacuerdos. Lo que ni los invitados peninsulares ni los anfitriones nativos quisieron recordar -porque representa el punto más alto de la incorrección política- es que los Pactos de la Moncloa fueron posibles por el grado de desarrollo económico, de cohesiónmsocial y de solidez institucional heredados del franquismo.

enfoques Vicente Massot
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