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Opinión

Jorge Lanata: “En cada época del país hay un delito representativo de la cultura estatal”

El Estado en la Argentina es como un barco pirata en el que muchos se embarcan para llevarse lo que puedan, dice el reconocido periodista, que acaba de publicar Óxido, una historia de la corrupción en el país.
Hugo Alconada Mon

Por Hugo Alconada Mon

“Empecemos por algo básico”, propone Jorge Lanata. “La Argentina no es un país capitalista, es un país precapitalista que todavía no llegó al capitalismo”, dice, cigarrillo en mano. “¡Y es imposible que llegue el capitalismo si los proveedores de Estado son siempre los mismos diez!”.

A los 63 años, Lanata acumula décadas en la vanguardia periodística argentina. Fundó Página 12 y otros diarios y revistas, lideró y lidera programas de radio y televisión, escribió best-sellers, ganó premios, debutó en el teatro de revista y unas cuantas personas terminaron en prisión por sus investigaciones. Ahora lanzó Óxido. Historia de la corrupción en Argentina (Editorial Sudamericana), un libro que abarca el azote de ese flagelo en estas tierras desde 1580.

“Nuestra relación con la corrupción es notable”, lamenta, y por momentos da la sensación de que a Lanata le cuesta respirar, pero él no da ni pide tregua. Traza su diagnóstico, con epicentro en el Estado argentino: “Es como un barco pirata en el que muchos se embarcan para llevarse lo que pueden”, dice, para luego plantear que es optimista, pero en el largo plazo. De hecho, no cree que él llegue a ver otra Argentina.

“Estoy pensando en un proceso que tomará 30 o 40 años”, explica, un proceso que además requerirá “un liderazgo fuerte”, que no necesariamente será el libertario que ingresó a la Casa Rosada el 10 de diciembre. Lanata prefiere ser cauto sobre Javier Milei: “Está jugando una apuesta muy grande”.

La visión del periodista sobre el Presidente oscila entre la cautela y el escepticismo. “Si está mal o bien vamos a tardar unos meses en darnos cuenta. O esto empieza a funcionar o es todo un desastre”, declaró Lanata, por radio, días atrás. “Milei es el presidente que teníamos que tener, después de todo este delirio. Es lo que nos tenía que tocar. Es el delirio final. Si fracasa, lo que va a venir es mucho peor de lo que tuvimos”.

Y ahora, ¿por qué Óxido? “Un libro nunca es necesario o solo lo es para el autor. Los lectores no lo necesitan, aunque el autor necesita que lo lean”, dice y suelta la risa.

A Lanata lo atraía abordar la historia de la corrupción en la Argentina desde 1580 y estuvo trabajando varios meses en la investigación con la ayuda de dos asistentes, entre otras cosas leyendo viejas actas del Cabildo. “Son el único testimonio escrito de esa época, y en un momento se me ocurrió la idea del óxido. Me gustó la palabra, que es moderna y a la vez muy representativa del flagelo de la corrupción: es difícil de limpiar, es permanente… y ahí se me ocurrió el delirio de lanzar un libro con tapa de metal, que la gente de Sudamericana aceptó y terminó siendo otra aventura”, cuenta.

¿Qué quiso abordar?

–Un manual de la corrupción en la Argentina. Por tanto, si alguien está laburando la corrupción en cualquier período histórico de la Argentina, este libro le va a servir. Y si le interesa el tema de la corrupción, también le va a servir. Ofrece una doble lectura, porque puede interesarle al que quiere leer sobre la Argentina de manera más sistemática y también al que busca saber que pasó en un determinado año, aunque no se trata de un relato exhaustivo de todos los hechos de corrupción de nuestra historia porque eso sería imposible. Pero sí están los actos de corrupción que me parecieron más importantes.

Desde el contrabando y la compra de cargos durante el Virreinato hasta hoy, ¿qué dice de nosotros que la corrupción sea tan recurrente en estas tierras?

–La corrupción viene desde la antigüedad, aunque nuestra relación con la corrupción es notable. Te diría que lo notable es nuestra relación con el Estado, que siempre ha sido objeto de afano, de piratería, que se reafirma con un Poder Judicial manejado por quienes controlan las riendas del Estado. Fijate, por ejemplo, qué pasó cuando los españoles empezaron a vender los cargos públicos en la época de Carlos III. Eso marcó un hito, porque los que compraron los cargos fueron los contrabandistas. Así fue como durante muchos años Buenos Aires fue la capital del contrabando y del tráfico de esclavos.

El libro permite vislumbrar que hubo delitos característicos o más recurrentes en cada época: el contrabando y la compra de cargos durante el Virreinato, por ejemplo, o la entrega de créditos agrícolas a los amigos del poder en los tiempos de Julio Argentino Roca, los delitos electorales a en los años 30 o los delitos económicos en los 90.

–[Asiente]En cada época hay un delito representativo de la cultura estatal. El Estado es como un barco pirata en el que muchos se embarcan para llevarse lo que pueden y después lo abandonan. Mirá, hasta se lo podría comparar con el fútbol. Fijate que todos quieren manejar un club aunque te quita tiempo, es un laburo imposible porque todos te putean y en teoría no ganás un mango y, sin embargo, ¡todos quieren manejar un club! Vale la pena preguntarse por qué, ¿no? ¿Qué pasa que todos quieren manejar un club? Bueno, con el Estado es parecido. ¡Es un servicio público! Por eso, cuando nos quejamos de que los funcionarios públicos ganan poco, a mí no me parece un problema, porque creo que la función pública tiene que existir como un servicio público, sabiendo que acá y en cualquier lugar del mundo no vas a ganar como en el sector privado.

Pero ¿cómo pretendemos convocar a los mejores expertos para, por ejemplo, la unidad antilavado o la Oficina Anticorrupción o cualquier otra área técnica del Estado si para ingresar a la función pública deberían resignar la mitad o más de lo que ganan en el sector privado? ¡Tampoco podemos pedirles heroísmo!

–No estoy diciendo que no lleguen a fin de mes, pero la función pública es un servicio público. Eso quiere decir que el tipo va a estar allí cuatro años, como máximo, que no va a estar toda la vida ahí y que luego volverá, o debería volver, a la actividad privada, una vez que sienta que su aporte a la sociedad ya está hecho, ¿me entendés? Además, para empezar, ¡nadie le pide que acepte! ¡Nadie lo obliga! ¡Agarra porque quiere!

Con tantos años recorridos y casos de corrupción investigados como periodista o estudiados y analizados para este libro, ¿cuál fue el que más lo afectó o sorprendió o descolocó?

–Embajada de Israel. Fue terrible, terrible, porque también tuvo un costo personal. En aquel momento nos amenazaron, a mí y a mi hija mayor, Bárbara, que era chiquita. Tenía cuatro, cinco años… una porquería. Era abrir la puerta de casa y que sonara el teléfono. Todos los días. Es decir, la puta que lo parió, era demasiada casualidad. Y, después, “la ruta del dinero K”. Siempre digo que nunca había tenido una investigación con más pruebas que esa, como también lo fue para ustedes, en LA NACION, el caso Cuadernos, con todas sus ramificaciones sensibles. Esto no lo conté en el libro porque no era importante, pero en un momento encaré un proyecto para streaming sobre el caso Cuadernos y no hubo ninguna plataforma en la Argentina que se animara a pasarlo. ¡Ninguna! ¡No querían quilombo! ¡No quieren quilombo! ¿O acaso te sorprende que en la mayoría de los documentales de esas plataformas nunca hay culpables? ¡Siempre terminan con un final abierto, cuando un documental se hace, justamente, para saber qué pasó!

La autocensura, en todos los ámbitos, suele ser más habitual que la censura…

–Sí, claro. O son los compromisos o la gente no quiere quilombos. Pero en ese caso, entonces, creo es que es mejor evitarse el papelón a uno mismo y evitárselo al público. No hagas una cosa con un supuesto final abierto.

Otro rasgo interesante del libro es que aborda el fenómeno de la corrupción desde el lado de los empresarios, de los nombres que a menudo se repiten, de las familias del poder, en vez de concentrarse solo en los políticos.

–Bueno, es el capitalismo de amigos. Pero empecemos por algo básico: la Argentina no es un país capitalista, es un país precapitalista que todavía no llegó al capitalismo. ¡Y es imposible que llegue el capitalismo si los proveedores de Estado con siempre los mismos diez! Ese es un rasgo que nos distingue desde siempre. Cuando hablamos del siglo XVIII o XIX, los negocios los hacían directamente los funcionarios, que después tuvieron cierto recato y fueron los primos de los funcionarios. Pero esto pasó siempre, desgraciadamente.

¿Es posible revertir un fenómeno de la corrupción e impunidad tan asentado, tan sistémico?

–Creo que la Argentina tiene solución a mediano y largo plazo, pero no a corto plazo. ¿Qué quiero decir? Hace tiempo, cuando planteé esta idea por primera vez en una charla, una señora se levantó y me preguntó si estaba afirmando que ella y yo no lo íbamos a ver, y mi respuesta fue que en efecto, ella y yo no lo vamos a ver. Nos va a trascender. Estoy pensando en un proceso que tomará 30 o 40 años. Y para eso, además, hace falta un liderazgo fuerte, cambiar estructuras muy arraigadas de la política y hace falta que cambie la educación, la justicia… ¡Imaginate el quilombo que es cambiar este país!

Si no se produce un cambio estructural, de fondo, pasa lo que pasa hoy: cuando se expone a un corrupto, otros tres lo reemplazan.

–La pelea es muy desigual. ¡Siempre es muy desigual! No sé si a vos te pasó, pero la verdad es que yo pensé largar este laburo muchas veces. ¡Muchas!

Somos dos…

–Ahora, ¿vos te das cuenta de que es terrible? Dan ganas de decir que se vayan todos a la puta que los parió, mil veces, pero al mismo tiempo sentís la necesidad de seguir investigando aunque a nadie le importe como a vos.

Aludió al Poder Judicial. ¿Lo ve como parte del problema o de la solución para revertir la corrupción e impunidad reinantes?

–La corrupción en los tribunales es impresionante. Hace dos o tres años empecé a dar en la radio y en la tele los nombres de los jueces que deberían investigar o juzgar o que toman decisiones controvertidas. Porque si no, es como si nadie tomara esas decisiones, nadie sabe cómo se llaman los responsables y esos tipos no sufren ningún costo público. Entonces empecé a dar sus nombres y mostrar sus rostros. ¿Vos sos de La Plata, no? ¡Los jueces en La Plata, que son los que deben controlar los actos de corrupción de los funcionarios de la provincia de Buenos Aires, son un desastre! Digamos, debe haber un montón que no, ¡pero hay otro montón que sí! ¡No conozco un cuerpo judicial con mayor corrupción que el de La Plata y en parte porque nadie los está mirando! A nosotros, los periodistas de Buenos Aires no nos importan porque trabajamos para medios nacionales y entonces la gente no ve lo que pasa, en una cadena interminable. Ojo: no estoy diciendo que sean todos chorros, lo que digo es que no conozco una institución con un grado de corrupción tan grande como el Poder Judicial y va a costar mucho cambiarlo.

¿Y qué hacemos con los organismos de control como la Oficina Anticorrupción?

–La inutilidad de los organismos de control es evidente, aunque lo más terrible no pasa por ahí, sino por el Poder Judicial, insisto, donde hay capas y capas de gente que entró por amiguismo o por transar en el Consejo de la Magistratura, del mismo modo que muchos políticos que integran el Poder Ejecutivo o Legislativo financiaron sus campañas de manera ilícita. El financiamiento de las campañas en la Argentina es un delirio. Todos sabemos que los ingresos y gastos que declaran los candidatos son mentira, pero todos actuamos como si fueran reales, ¿me entendés? ¿De dónde sacaron la plata todos los candidatos cuando una campaña a Presidente en la Argentina cuesta 80 o 100 millones de dólares? Pero eso sí, los partidos declaran que cuesta cinco.

Y cuando publicamos que esas declaraciones son mentira, los ciudadanos no reaccionan.

–Porque es un gran ejercicio de hipocresía general: nosotros como ciudadanos simulamos que no es falso y los políticos también simulan que es verdad. Por eso son varias cosas las que hay que cambiar, aunque será difícil mientras la gente no entienda de qué va la historia. Dicho eso, también es cierto que los tiempos de la gente son más lentos, pero son inexorables. Cuando la gente cambia, cambia. Yo creo, por ejemplo, que nunca más habrá un golpe de Estado en la Argentina, realmente, porque cambió la escala de valores de la gente. Y es difícil de predecir cómo y cuándo se producen esos cambios. No hay una fórmula, pero de repente, se plasma. Podés escribir sobre los asesinatos de mil chiquitas en el Conurbano bonaerense y, de repente, por motivos que no entendés, uno de esos crímenes pega en la gente y cambia.

¿Qué cabe esperar del gobierno de Javier Milei?

–A ver… para responder esa pregunta te propongo volver a encontrarnos en abril [risas], porque todo va muy rápido. Para lo que son mis valores, para mi manera de ver el mundo político, Milei me parece un personaje pintoresco, dicho livianamente. Para nosotros, los periodistas, que Milei sea así es hasta divertido, pero si implosiona no sé si va a ser divertido para la Argentina. A mí no me sirve tener un Mercedes Benz en medio de una villa. Y si el resultado de Milei es que un sector de la sociedad tenga un Mercedes Benz en medio de una villa, porque la pobreza puede subir a un 80%, estaremos en un quilombo serio, además de que me preocupa los que vengan después si a Milei le va mal.

Como presidente, Milei ha decidido jugar fuerte desde el primer momento. Hace unos días, por radio, usted sostuvo que coincide “con el 50%” del contenido de decreto de necesidad y urgencia que firmó el Presidente, pero que tampoco se puede cambiar el país “a lo macho” y “todo junto”, sino que debe ser un proceso gradual de reformas. ¿Cómo avizora el futuro?

–Milei está jugando una apuesta muy grande y sinceramente no te puedo decir, hoy, cómo puede irle. Todavía no lo sé. Hablemos en unas semanas.

Fuente: La Nación

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