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Opinión

El acuerdo de los desacuerdos

Por Vicente Massot - En pocas oportunidades, si acaso alguna, un tema determinado —en este caso el proyecto de acuerdo de facilidades extendidas con el Fondo Monetario Internacional— ha suscitado en el seno de los dos frentes políticos más importantes del país tamañas discusiones, sospechas, celos y disputas a grito pelado. Era obvio que una vez conocido el texto se harían notar, a uno y otro lado de la grieta que divide a los argentinos, las profundas diferencias del kirchnerismo respecto de sus opositores. Pero no era de esperar que, al interior del oficialismo y de la oposición, las facciones en pugna pusiesen al descubierto la índole de sus disidencias con tanta vehemencia. Es cierto que la estridente renuncia a la jefatura del bloque de diputados obrada por Máximo Kirchner no tuvo parecido en las filas de Juntos por el Cambio. Lo cual no quita que entre los diputados y senadores de la alianza que reúne a macristas, radicales y miembros de la Coalición Cívica la distancia que existe acerca de cómo votar, sea considerable. A la hora de la verdad ha quedado en claro la quiebra de hecho del Frente de Todos y, al mismo tiempo, las dificultades para ponerse de acuerdo que arrastran quienes desean y esperan reemplazar a los K en el gobierno dentro de dieciocho meses. En realidad, no es que el fenómeno comentado sea producto de la frivolidad ideológica o de la irresponsabilidad de los falsamente considerados representantes del pueblo soberano en las cámaras del Congreso Nacional. Lo que sucede es que los dos bloques se hallan en problemas.
Por de pronto, no deja de resultar curioso que cuantos despotricaban contra Macri por haberse endeudado de tal manera con el FMI cuando su administración hacia agua por los cuatro costados, sean los mismos que defienden ahora, ante una situación tan acuciante como la que le tocó sufrir a Cambiemos, un arreglo similar con el mismo organismo de crédito que desprecian, según la confesión reciente del presidente de la República. La paradoja —por llamarle de esa forma— no termina ahí. Quienes hoy se oponen al ajuste que inevitablemente deberá poner en marcha Alberto Fernández y Martín Guzmán, no son distintos de los que recurrieron a ese remedio en el 2018-2019. Puede haber un abismo que los separa en cuestiones ideológicas a los seguidores de Cristina Kirchner y a los que se agrupan en torno al Pro, la vieja Unión Cívica Radical y los hombres de Lilita Carrió, pero convengamos que, por momentos, pareciera como si los roles se hubieran invertido.
El oficialismo necesita los votos para cerrar una negociación con el organismo multinacional que más aborrece en este mundo. Tragarse un sapo repugnante no es el peor escenario que tiene por delante. Además, es menester que lo respalde a como dé lugar, so pena de llevar al país al default. La peor de las pesadillas de los K sería un cuento de hadas comparado con este del populismo nativo cerrando filas junto al FMI. Después de estigmatizarlo a diario, he aquí que el destino le ha jugado al gobierno de los Fernández una mala pasada. Su desesperación radica en que no está en condiciones de rezar padrenuestros, de un lado, y tocarle la cola al diablo, por el otro. No tiene ni la musculatura, ni el espacio ni el apoyo ciudadano para jugar a dos bandas. Como sea, está obligado —aunque cargue de insultos a la institución crediticia liderada por la búlgara Kristalina Giorgieva— a ejecutar una partitura que le viene de afuera. Por eso el frente que aglutina al colectivo K está astillado y no se rompe del todo sólo en razón del instinto de supervivencia que todavía anida en sus filas. La idea de los ultras del camporismo —que no es ajena, ni mucho menos, a Cristina Fernández— de acompañar al primer magistrado hasta la puerta del cementerio con la esperanza de dejarlo que se entierre solo, y ellos desensillar hasta que aclare, es pura fantasía. Ni la Señora ni su hijo —por muchas piruetas verbales y amagues que hagan— son capaces de desentenderse de la responsabilidad que les compete. Para hacerlo deberían romper lanzas ya y oponerse de manera abierta al acuerdo. Cosa que pondría en tela de juicio la gobernabilidad y los dejaría en minoría dentro del peronismo. Van a gritar y patalear. Nada más.
En Juntos por el Cambio, por su lado, se dan perfecta cuenta y así lo han ex– presado sus principales dirigentes en público que —a semejanza de lo que pasó en 2015— el gobierno actual le deja a su sucesor una bomba de tiempo —más poderosa y destructiva que la de entonces— que habrá de estallarle en las manos a poco de hacerse cargo de la administración del país. Sus pretensiones de ser los ganadores en los próximos comicios presidenciales son directamente proporcionales a los miedos de heredar una situación inmanejable. A Macri, Carrió, Manes, Rodríguez Larreta, Cornejo, Morales, Bullrich y tantos más les está vedado torpedear el acuerdo, a pesar de que algunos maximalistas alientan esa estrategia.
Todo lo escrito más arriba concierne pura y exclusivamente a la clase política —la casta, como le gusta repetir, no sin creciente éxito, a Javier Milei— aunque los alcances de cuanto se halla abierto a debate en el recinto parlamentario exceden con creces al oficialismo y al arco opositor. La gente del común es difícil que distinga con nitidez quién voto qué cosa en una y otra cámara. Analizada la cuestión desde este ángulo el gobierno, éste deberá sobrellevar una carga bien pesada en términos de su relación con la opinión pública. No solamente tendrá que cuidarse del fuego amigo, el cual nunca terminará de perdonarle cuanto considera una traición a la causa nacional y popular. También le será obligatorio estar alerta respecto de cómo reaccionarán lo sectores más castigados por el ajuste. Parte de los cuales —bueno es recordarlo— han votado al Frente de Todos. Si gastando con bolsillo de payaso el gobierno perdió en el curso de veinticuatro meses —desde su victoria de noviembre del año 2019 a su derrota de igual mes de 2021— cuatro millones de votos, poco más o menos, es de imaginar cuánto mayor podría ser la merma de sufragios al momento de contar los damnificados de los recortes y aumentos que se anuncian.
Queda por considerar al otro actor del drama que se desenvuelve entre nosotros y del cual dependerá, cada tres meses, la suerte del gobierno kirchnerista: el odiado FMI. El acuerdo nacerá manco en caso de imponerse por un margen escaso. Esta por verse si Guzmán terminará aceptando el desdoblamientos de los artículos 1º y 2º que exige Juntos por el Cambio para acompañarlo. Si no fuera así, bordearía el precipicio. Pero hay otro asunto que adquiere una importancia superlativa y que nadie está hoy en capacidad de ponderar su incidencia sobre los números que ha presentado el ministro de Economía: la guerra que se desarrolla en territorio ucraniano. Un solo dato nos exime de mayores comentarios y saca a la luz hasta qué punto el esquema de Guzmán está pegado con saliva: hace una semana el precio del gas por millón de BTU, que el año pasado costaba U$ 8,5, había saltado a U$ 30. Ayer orillaba los U$ 50. Subirán las tarifas de los servicios públicos en una proporción desconocida y aún así el oficialismo necesitará más subsidios. Si el FMI fuera estricto al momento de examinar el cumplimiento de las metas que le ha exigido al gobierno, la sombra del default volvería a recortarse en nuestro horizonte. Hay razones para pensar que será —cuando menos en las primeras revisiones— algo benévolo.

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