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Opinión

Cuando Rafaela se vistió de Indianápolis

Alcides Castagno

Por Alcides Castagno

Sombreros texanos

En Totem, el boliche estratégicamente ubicado, habían preparado un verdadero arsenal de whisky de variadas marcas y orígenes, para que los americanos elijan su preferencia. Ni una copa probaron, pero la cerveza corría a raudales y tuvieron necesidad de recargar la bodega varias veces, teniendo en cuenta la aceptación de la de marca argentina. En un gran cartel preparado para la ocasión, corredores, mecánicos y dirigentes dejaron estampadas sus firmas autógrafas. Para dejar sentada una rivalidad deportiva, entre risas, Al Unser puso su firma por encima de la de Gary Betenhausen. No fue tan optimista la acogida para los souvenires preparados por comerciantes establecidos y ocasionales. Las ventas no cubrieron expectativas. La aparición de sombreros vaqueros, chalecos, algunas botas texanas y jeans, fuera de la corriente local, era una especie de imán para las miradas. Los americanos supieron disfrutar de un exótico espectáculo de folklore y tango argentinos en la cancha de Atlético; el salón gimnasio era sólo una idea para un futuro mediato.

Carlos Pairetti, el único argentino que había rendido las pruebas y aprobado los exámenes para ser piloto de la fórmula Indy, se paseaba el sábado 27 por la calle de boxes, casi despoblada por las estrictas medidas de seguridad; al verlo con sombrero texano y buzo antiflama, un periodista bisoño se le acercó para entrevistarlo en inglés; sin inmutarse, Carlos contestó sus preguntas en el mismo idioma, hasta que se despidió con un "chau, hasta luego", que dejó al descubierto que el titular del #44 era un nativo de Clucellas. Él mismo contó el papelón que protagonizó en la calle de boxes cuando entró con su auto dirigiéndose a su box, en el otro extremo. Venía con las 5.500 vueltas en su motor hasta que las superó apenas, lo suficiente para llegar al límite en que se enganchaba el turbo; la abrupta aceleración provocó un trompo en boxes, con la fortuna de que no había nada ni nadie en su camino. "Debo ser el único en el mundo en hacer un trompo en boxes. Henry Banks me quería matar", recordaba el piloto que luego tuvo en carrera una actuación más que decorosa.

Domingo de gloria

El domingo amaneció con nubarrones de tormenta, que fueron disipándose de a poco. Público, corredores, mecánicos y dirigentes miraban insistentemente hacia arriba. La red interna, con algunos sonidos indeseables, se acomodó para una transmisión eficiente. Los campos de alrededor se habían convertido en playas de estacionamiento que iban completándose poco a poco. La recta principal fue espectadora privilegiada de un colorido desfile precedido por autos de colección, la reina en un descapotable conducido por Luis Di Palma, gimnastas, bastoneras, una banda que marcaba el ritmo de los pasos, un "taxi loco" con la pizca divertida y una suelta multicolor de globos que emprendieron su vuelo decidido hacia el sur. La carrera no fue televisada; la tecnología insuficiente y el presupuesto desmedido limitaron la transmisión a las radios de distintos puntos del país. Las imágenes que eternizaron parcialmente la competencia fueron las del equipo de filmación de una película que tenía como protagonistas centrales a Carlos Pairetti y Gilda Lousek, dirigida por Leo Fleider: "Piloto de Pruebas".

Cuando el horario estuvo rigurosamente cumplido, el Gobernador de la provincia, el Intendente y el Presidente de Atlético izaron la bandera nacional. El ingeniero Báscolo y el doctor Marqués, claramente identificados por sus cabelleras blancas y su ir y venir entre asistentes y pilotos, apenas contenían la emoción. Tony Hullman, director de la prueba, con los coches en prolija doble alineación, pronunció la fórmula tradicional, esta vez en un dificultoso español: "caballeros, enciendan los motores". El aullido de 27 máquinas llegó hasta las calles de la ciudad; después de la vuelta previa, ese aullido se multiplicó, combinado con el "largaron", sostenido interminable de Leonello Bellezze. El sueño estaba cumplido, pase lo que pase. Suspiros de alivio, abrazos apretados, tribunas enardecidas, eran la voz del triunfo por el logro del Club Atlético, una institución que estaba poniendo a Rafaela en un lugar privilegiado del automovilismo, vestida color Indianápolis.

No sólo se registró el record del circuito en los ensayos, con una marca de Bobby Unser que cumplía más de lo que prometía, junto a su hermano ganador y a su madre compañera; hubo otra especie de record: tres muchachas rafaelinas formaron pareja y se casaron con otros tantos visitantes americanos en un período de ¡siete días! Económicamente deficitario, el acontecimiento debió ser solventado por la Ciudad a través de las arcas municipales.

Premios, saludos, recuerdos, emociones, todo a la vez en la despedida. Un murmullo se mantuvo en la ciudad los días siguientes. Todos tenían algo que decir, alguna anécdota personal, alguna crítica velada y una sensación de meta alcanzada. Por unos días, Rafaela se vistió de Indianápolis. Es que, a veces, las utopías se transforman en sueños, los sueños en proyectos y los proyectos en realidades.

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