Por Alcides Castagno - Agustín Manuel Silvio Giuliani ha sido un devoto cultor de sus raíces, por eso, en cuanto le era posible, volvía a reunirse con sus familiares, los que habían quedado en el Trento paterno. Mario Juan Giuliani y María Mónica Cornelia se casaron en 1913 y tuvieron siete hijos, cuatro nacidos en Italia y tres en Argentina. Agustín fue el sexto. La devoción de su madre por Santa Mónica, la madre de San Agustín, fue la inspiradora de su nombre.
Una guerra sí, otra no
Trento pertenecía al imperio Austro-Húngaro, con cuyo ejército Mario Giuliani peleó contra Italia. Cuando ganó la guerra, Trento se transformó en una provincia italiana más.
Entre montañas y arroyos, San Lorenzo in Banale fue el pequeño pueblo natal. Mario fue herido en la batalla de Innsbruk. Pasó un tiempo de recuperación y volvió a incorporarse a la guerra. Su único temor era no volver a ver a Onorina, la primogénita recién nacida, que dejó en la cuna cuando partió hacia el frente.
El centro de Europa, aún después de terminada la guerra de 1914-18, no había asegurado la paz. Esa idea quedó flotando en la mente de Mario. Se puso a trabajar en la profesión que había elegido: técnico constructor. Tuvo dos grandes dolores que curtieron su corazón, todavía partido por la guerra cercana: dos hijas, Erina y Lucía, fallecieron a pocos meses de haber nacido por una epidemia de fiebre amarilla. Cuando en 1922 se comenzó a hablar de una segunda guerra, reunió a su familia y les dijo: "ya estuve en una guerra, no quiero estar en otra". Así fue como, en 1923, pocos meses después de que hubo nacido su cuarta hija, María Dilia, partió hacia la Argentina en busca de paz y futuro.
Con su diploma de Técnico Constructor obtenido en 1910 en Trento, se dedicó al oficio en Rafaela, adonde había llegado. Intervino en la construcción de la Sociedad Italiana de Humberto I, el Banco Provincial de Zenón Pereyra, la Escuela Fábrica, el edificio Scossiroli y otras. Incluso en su propia casa en Dentesano 729, que aún se conserva. Trabajando y ahorrando durante cuatro años, llamó a su esposa María Mónica y sus dos hijas, tal como había prometido. Cuando ellas esperaban en el puerto para abordar el Principessa Mafalda, la menor y más traviesa se accidentó jugando, por lo que hubo que trasladarla a un nosocomio. Entretanto, antes de que llegase el barco con la carta, el Principessa Mafalda se hundió frente a las costas de Bahía, llevándose a 305 pasajeros y -según parece- el oro que Mussolini enviaba para custodia del gobierno argentino. Una semana duró la angustia de Mario, pendiente de que el barco que traía a su familia había naufragado. Al fin llegó la carta: el alivio y la alegría del reencuentro.
Agustín
Agustín nació el 2 de agosto de 1933. Fue educado en un ámbito de trabajo y orden familiar. Su escuela primaria fue la Sarmiento, que quedaba frente a su casa, y luego la Escuela Fábrica (ENET) para estudiar tornería. De chico siempre le gustó tener unos pesitos en el bolsillo, así que aprovechó la profesión de constructor de su padre: de los restos de demolición juntaba cosas que podían ser útiles, las cargaba en una carretilla y las llevaba a la chacharita. Tenía 13 años, todavía pantalón corto y, mientras estudiaba, trabajaba de noche en un tornito en lo de Gentilini, así podía aprender y aplicar los conocimientos. A menudo con mayor velocidad que los propios docentes. Agustín crecía, estudiaba, se desafiaba a sí mismo pretendiendo crecer para hacer y ser.
En un lugar privilegiado de la fábrica actual, puede verse un antiguo torno, inactivo, que brilla como nuevo: es el primer torno que Agustín tuvo a su disposición, comprado por su padre, con una esmeril y una agujereadora, cuando cumplió 18 años. Fue el momento en que la vida bajó un telón de adolescencia para levantar el de productividad.
El taller iba creciendo, ya con cuatro empleados, pero a los 20 años le tocó el servicio militar en el 12 de infantería. No quiso cerrar el taller, ni que deje de funcionar, así que se las ingenió para detectar fallas en elementos del cuartel, instalaciones y automotores y ofreció repararlas en canje con una semana de licencia. De ese modo, siguió produciendo sin dejar de cumplir con la colimba. Su prioridad con la producción hizo que, aprovechando la ausencia de tres meses de sus padres que habían viajado a Italia, use el espacio que ocupaba el hermoso jardín de su madre para levantar otro galpón. Ante el hecho consumado, la madre se disgustó ante la "invasión", pero terminó por aceptar la decisión de su hijo.
El auto, los autos, el avión
Inventiva y movilidad constante fue el signo de Agustín. Un día, vio una parra vecina sostenida por los largueros de un auto. Le propuso al dueño canjearle los largueros por otros soportes. Convincente como siempre, lo logró y, a partir de allí, comenzó a armar su propio auto. Chassis, ruedas, motor, caja, tablero, asientos y todos los etcéteras necesarios para su objetivo. Hasta que marchó y fue una fiesta. Agustín tenía 18 años y había engendrado un auto que inscribió como Continental, con papeles y todo. Anduvo por los caminos hasta Córdoba y Buenos Aires. Pudo visitar a Doris, su nueva novia, en Santa Clara de Saguier. Aparecieron luego oportunidades de canje y fue creciendo en modelos hasta llegar a comprarle a Ripamonti un Mercedes, al que siguieron otros más de lujo con nuevas tecnologías. Agustín sentía verdadera pasión por los autos, Doris se encargaba de poner límites.
Más tarde, cuando la fábrica marchaba a pleno y había que cubrir distancias, llegó la necesidad del avión. El primero se lo cambió a Capozzolo por unas máquinas chipeadoras, que le servían para sus campos de Reconquista. Luego compró un Cessna en Estados Unidos, directamente a la fábrica. Nino, el menor de los Giuliani, piloto de aviación, lo trajo en vuelo con un tanque suplementario y resultó muy útil para cubrir las distancias, especialmente con Bolivia.
Así como empezó la vida de Agustín Manuel Silvio Giuliani, continuó en la industria, el deporte y la política. Fue un personaje ineludible de Rafaela. Se proyectó hacia el mundo con la misma intensidad con que creaba piezas en aquel tornito de la adolescencia. Merece otro capítulo. Lo haremos aquí mismo.
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