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Opinión

A suerte y verdad

Vicente Massot

Por Vicente Massot

Todo sucedió como estaba previsto. Javier Milei asumió la presidencia de la Nación y cumplió al pie de la letra cuanto había dejado trascender respecto de cómo y delante de quiénes pronunciaría su discurso inaugural. En punto al fondo, el texto fue corto, categórico y, si se quiere, intransigente. En cuanto a las formas, el jefe de los libertarios se permitió modificar una costumbre inmemorial. En lugar de dirigirse a los diputados, senadores, gobernadores y demás personalidades que poblaban los palcos y gradas del edificio del Congreso de la Nación, decidió hablarle a la gente común que había colmado la Plaza del Congreso y las calles adyacentes.

Ello como consecuencia de un hecho indisimulable, que seguramente cobrará mayor importancia ni bien arrecien los problemas derivados de los cambios sin anestesia que su gobierno piensa instrumentar. Entonces, cuando deba hallar un soporte con base en el cual capear las tempestades que se crucen en su camino, buscará amparo en sus tribus electorales. La fuerza de la administración que acaba de tomar las riendas del Estado radica más en ese 56 % de votantes que le permitió a la dupla Milei-Villarreal ganar por demolición el balotaje, que en los representantes que los respaldan en las cámaras alta y baja del parlamento argentino.

Cualesquiera que sean los efectos más dolorosos del ajuste que se ha puesto en marcha, nadie podrá argumentar, en los meses por venir, que el candidato al que respaldaron el pasado 19 de noviembre faltó a la verdad con el propósito de sumar los sufragios que le eran imprescindibles para vencer a Sergio Massa. Nadie medianamente honesto podrá sentirse defraudado en ese sentido. El presidente hace escasas horas repitió -sin cambiarle un punto o una coma- los planteos a los que nos tuvo acostumbrados en los últimos dos años. Advirtió con justeza que recibe la peor herencia de la historia, que no hay alternativa a la política de shock cuyos lineamientos fueron anunciados hoy, que no hay plata en las arcas estatales y que se acabó una época de despilfarro de la hacienda pública.

Sobre el particular, sus palabras disonaron respecto de las de todos sus antecesores. Ninguno de los que antes de él recibieron los atributos del mando y se dirigieron, por la cadena nacional de radio y televisión al país entero el día de su asunción, se animó a decir las cosas que el nuevo presidente de los argentinos expresó, de una manera tan contundente como descarnada. La tentación a la que en su oportunidad cedió -con consecuencias deletéreas- Mauricio Macri, el libertario la exorcizó de entrada. Nunca se le pasó por la cabeza edulcorar su mensaje de apertura para quedar bien con los poderes corporativos, los bienpensantes, los adoradores de lo políticamente correcto, o para no ser catalogado de tremendista. Hizo algo inédito: dijo la pura verdad, por mucho que doliera.

Lo novedoso del caso es que la multitud que escuchaba, mientras el jefe del Estado hacia uso de la palabra desde las escalinatas del Congreso no dejaba de aplaudirlo luego de escuchar que no había plata y que -de ahora en más- habrá que ceñirse el cinturón porque los que se nos vienen encima son tiempos en extremo difíciles. En cuanto a la sinceridad, Milei tomo distancias no solo de Macri sino también de su admirado Carlos Menem. El riojano, tiempo después de haber derrotado a Eduardo Ángeloz, confesó que, si hubiera transparentado todo lo que pretendía hacer, habría perdido la elección.

El pasado día domingo, al momento de poner fin a su alocución ante tantos miles de personas que lo vitorearon sin parar, se terminó la etapa de la retórica de la intención, propia de cualquier campaña electoral. Las primeras medidas concretas quedaron definidas hace pocas horas por el flamante titular de la cartera de Hacienda. Luis Caputo dio el puntapié inicial de un programa que habrá de ser completado con la presentación del proyecto de ley ómnibus o ley marco, como se prefiera denominarla. En principio, la idea era tener redactado ese guión, hasta en sus más mínimos detalles, para que entrase por la cámara correspondiente el día de ayer. Pero el cuidado que es necesario poner en una redacción de tamaña trascendencia obligó al jefe de gabinete y al secretario legal y técnico a postergar su envío a diputados. En materias de semejante seriedad hay que andarse con cuidado porque -como reza el refrán- "el diablo está en los detalles". Era preferible aplazar el trámite a comenzar el derrotero con un tropiezo.

Más allá del calado que tendrá la reestructuración del aparato estatal y de las empresas públicas; de los efectos que traerá aparejado el sinceramiento de los precios relativos; de los apoyos y rechazos que concite el ajuste y de la forma como se intente desarmar la bomba de las Leliqs -entre muchas otras dificultades de órdago- conviene no perder de vista por dónde habrá de pasar el poder real en el seno del gobierno libertario. Está claro que el así llamado fenómeno Milei tiene un protagonista excluyente. Es el eje meridiano alrededor del cual girarán los miembros de su gabinete, los diputados y senadores que ocupan unos escaños por obra y gracia del arrastre electoral del jefe, los aliados extra-partidarios y los grupos de presión que siempre aparecen en estos casos. Milei es el alfa y omega de la flamante administración.

Pero el poderoso de turno, cualquiera que sea su coloratura ideológica, requiere de unos pocos y escogidos para gerenciar los asuntos públicos. Para ponerlo en la terminología de Robert Michels, quien dice organización, dice oligarquía (minoría dirigente). Si se echa un vistazo a sus colaboradores, es claro que dos destacan del resto. Por un lado, se halla Karina, cuyo poder no deriva de sus conocimientos en algún área específica sino de la inestimable confianza que existe entre los dos hermanos. Ella y nadie más maneja el pasillo de acceso al presidente. Es la única que puede entrar en su despacho sin ser anunciada y que lo puede aconsejar en la más estricta intimidad, sin temor a herir susceptibilidades ni despertar celos.

Por fuera del entrañable lazo familiar despunta el jefe de gabinete, Nicolas Posse. Más competente en materias técnicas y en la organización y trabajo de equipo que Eduardo Bauza, Alberto Fernández o Marcos Peña -para nombrar a sus tres predecesores de mayor nombre-, carece del roce y de la experiencia política que, en distinta medida, acumulaban aquellos. En principio, ninguno de los ministros está en condiciones de discutir su autoridad y -a estar a los primeros movimientos que se conocen- resulta claro que ha hecho sentir su ascendiente sobre la totalidad del organigrama estatal. Si para muestra vale un botón, basta señalar dos: Patricia Bullrich asumió sus funciones, en calidad de ministro de Seguridad, sin espacio para decidir quiénes iban a ser los jefes de la Policía Federal, la Gendarmería, la Prefectura Naval y la Policía Aeroportuaria. Posse, acompañado por Guillermo Francos, ya lo había resuelto y puesto de manifiesto en una foto que se sacaron los nuevos titulares de las fuerzas y Aníbal Fernández, en el despacho de éste. Sin hacerlo público, previo al arribo de Luis Petri a la cartera de Defensa, Posse había elegido a los futuros jefes de estado mayor del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, y al jefe del Estado Mayor Conjunto.

Tan importante como las políticas públicas que se han echado a correr son los hombres escogidos para timonearlas.

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