Por Oscar Martinez
Por Oscar Martínez - En los sesenta el tenis era cosa de ricos, aunque muchos de los que lo jugaban en realidad no lo eran. Incluso algunos de ellos se aferraban con fuerza a los escalones bajos de la clase media. Lo cierto es que el juego aún no sabía de un pibe que años después lo convertiría en deporte popular. Guillermo Vilas apenas empezaba a recorrer un camino que estaría lleno de gloria, pero que en el comienzo fue extremadamente duro, fundamentalmente porque jugaba a un deporte que era mal visto por muchos. En Rafaela había canchas en el viejo Lawn Tenis club, que estaba en la manzana de Garibaldi, Salta, Las Heras y Constitución. Yo vivía a unas cuatro cuadras de allí, entonces caminaba hasta la esquina que creía correcta para ver si alguna pelota escapaba a través del cerramiento, impulsada por jugadores no tan aptos. Es que aprender a jugar era todo un desafío. No se veía tenis. No había imágenes de partidos al alcance de todos como en estos tiempos modernos. Se aprendía de los libros o había que ir a ver jugar a Ítalo Giacobino, que era por lejos el mejor tenista de estos lados. Lo cierto es que encontrar alguna pelota, que eran para nosotros una rareza, generaba alegría al tiempo que obligaba a un acto típico de la niñez. Había que agarrarla sin dudar y salir corriendo sin mirar atrás, antes de que alguno de los tenistas salieran a buscarla. Normalmente eran de marca Lincoln, que se hacían en tres modelos, y era una suerte de orgullo nacional por su alta calidad que, decían los expertos, poco tenían que envidiarle a las Slazenger, Dunlop y Wilson que dominaban el mercado internacional.
Por entonces, como ahora, el fútbol era el centro de todo. Los pibes jugábamos en cada campito que se podía o de cordón a cordón en las calles que lentamente se iban asfaltando. Unos pocos elegían al básquetbol de manera exclusiva, y poco más. No se veían chicos con raquetas. Sólo algunos tenían paletas de tenis criollo. Por eso muchos de los que sentimos al tenis de manera especial tenemos admiración única por Guillermo Vilas. Porque fue un campeón tremendo, un embajador de lujo para el país y, fundamentalmente, porque bajo la influencia de sus triunfos hizo que el tenis llegara a todas las capas de la sociedad. Era común por entonces escuchar las bocinas de los coches cuando, a través de la radio, nos enterábamos de alguna de sus victorias. Y no había que esperar mucho para que se colocaran sogas entre árboles y los pibes jugaran improvisando raquetas y pelotas. Tan extraño era este deporte para los argentinos, que en 1973, luego de que Vilas ganara en Buenos Aires su primer torneo profesional, la revista Gente, la más vendida en ese tiempo, hizo una producción especial en donde explicaba las reglas y lo que significaba cada palabra utilizada en el juego, muchas de las cuales nunca antes habíamos escuchado.
Cuando comencé a tomar clases, lo que más me costó fue comprar una raqueta. Por ende, se transformó enseguida en el bien a cuidar, porque reemplazarla significaba un gran esfuerzo económico y porque no había tanta oferta de mercado como en estos tiempos. Nosotros, tal vez por estar cerca de Pilar, que era donde las fabricaban; o porque Giacobino la usaba, comprábamos la Beliz. Recuerdo haber mirado bastante una Wilson Jack Kramer, que llevaba ese nombre por aquel tenista norteamericano que ganó dos veces el abierto de su país y una vez Wimbledon. Para los expertos era simplemente "La Wilson" y con una de ellas, Vilas ganó el Máster de1974. Por esos años, previos a la masificación del tenis, las raquetas más deseadas eran la Slazenger Challenge N1 que usaba Manolo Santana, la Dunlop que elegía Andrés Gimeno o la Spalding que tenía varios modelos con el nombre de Pancho González.
Las raquetas eran de madera. Beliz usaba materiales del país como el guayaibí, del norte santafesino (el que antes era conocido como "palo indio" debido a que los indígenas hacían con él sus arcos); guatambú, de Formosa; álamo, cedro e inclusive el fresno americano, que es de aquí mismo. Este material hacía que le tuviéramos terror a la humedad, fundamentalmentea la lluvia. Los partidos se interrumpían ante las primeras gotas caídas y había que cubrir las raquetas con la funda, con alguna toalla o con las remeras, en último caso. Era preferible resfriarse antes de que se moje. Porque esto casi aseguraba que al rato el marco se curvara hasta tener la imagen de un volado. Por eso solíamos ponerla en una prensa, también de madera, una especie de trapecio con cuatro bulones con tuerca mariposa que había que aflojar para permitir meter a la raqueta y que luego se apretaban hasta llegar al punto justo. Se la dejaba allí mientras no se usaba para que cuando se la requiriera, estuviera perfecta.
Lo que genero por aquí una pequeña revolución fue que Beliz hiciera especialmente la raqueta Máster 74-Guillermo Vilas, con la que Willie jugó profesionalmente. Pesaba 405 gramos y traía en el centro del mango la cara del campeón. La idolatría que este ya se había ganado y, por ende, la necesidad que teníamos todos de copiarle, la puso líder de ventas por algún tiempo. Había otras raquetas nacionales como Mundial, Cóndor, Wembley o Harley, que abastecían la mayor parte del mercado sudamericano y eran la alternativa a las importadas.
Un buen día, la historia dio un vuelco de la mano de Jimmy Connors. Ya en 1965 René Lacoste había presentado en sociedad a la primera raqueta metálica. Pero cuando Wilson compró la patente y le dio una a Jimmy, todo fue distinto. La T-2000, que así se llamaba, hacía que la pelota viaje a otra velocidad, y la ventaja para el que la tenía era muy importante. Pero la verdad es que era muy fea. Tenía las cuerdas como cosidas al marco por una especie de hilo de alambre, era más redonda y traía una funda roja que se destacaba en medio de un deporte que aún era dominado por el blanco. Pero lo verdaderamente inolvidable es el sonido metálico que producía, como si en cada golpe sonaran pequeños cascabeles.
La evolución posterior fue tan extraordinaria en el tenis como en el resto de la vida. Nada dura demasiado. Ni los modelos ni los materiales, por lo que es difícil encariñarse con algo, sentirse identificado con el elemento que usamos, porque rápidamente pasa de moda y lo reemplazamos sin remordimientos por el nuevo. Pasa con los autos y pasa con las raquetas. Ya tal vez por esto o porque nos vamos poniendo viejos es que sentimos tanta nostalgia cuando recordamos algún elemento que formó parte importante de nuestra vida por un tiempo prolongado. Como la raqueta Beliz, la de Vilas, que llevaba su rosto en el corazón. Casi lo mismo que nos pasa a nosotros.
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