Saltar menú de navegación Teclas de acceso rápido
Cultura

“Yo tengo un sueño”: a 60 años del discurso de Martin Luther King que le torció el brazo a la segregación racial

El 28 de agosto de 1963, en el Lincoln Memorial Center de Washington y ante 200 mil personas, el activista que luchó para la igualdad racial en los Estados Unidos dio un poderoso discurso que conmovió a la sociedad y al poder político. Las consecuencias de sus palabras y su eterno legado.

Y aún hoy, cuando se cumplen sesenta años, esas palabras murmuradas primero, gritadas después, todavía iluminan, todavía alumbran un camino que, también sesenta años después, encierra sombras y tinieblas. El 28 de agosto de 1963, en las escalinatas que rodean el monumento a Abraham Lincoln en Washington, el reverendo Martin Luther King usó su fantástico poder de orador, su habilidad para conmover a través de las palabras y una técnica narrativa extraordinaria para plantear la sanción de una ley de derechos civiles para la población negra de Estados Unidos, en un discurso célebre conocido por la historia por una de sus frases más sonoras: “Yo tengo un sueño”. El de King era un sueño simple: el de la libertad, el de la igualdad, el de la convivencia, el de la tolerancia, el de la paz, el de la esperanza.

Una campaña de boicot, resistida por la dirigencia económica local, hizo que Luther King organizara una serie de manifestaciones no violentas como sentadas en restaurantes o en bibliotecas reservadas a los blancos; impulsó que la gente negra participara en los servicios religiosos de las iglesias reservadas a los blancos; trazó como objetivo, en palabras de King, “la acción directa generalizada que abra en forma inevitable la puerta de las negociaciones”. Lo metieron preso el 13 de abril de 1962. En la cárcel escribió la famosa “Carta desde la cárcel de Birmingham – Letter from Birmingham Jail”, un ensayo que definía su lucha contra la segregación y los fines que perseguía con esa lucha. La hizo pública la mujer de King, Coretta, con quien tenía cuatro hijos, y recibió el apoyo directo del presidente Kennedy y de su mujer Jacqueline: fue liberado una semana después.

Días más tarde, el 2 de mayo, una manifestación pacífica de la población negra, en su mayoría adolescentes y jóvenes, fue reprimida con ferocidad por la policía que usó mangueras de alta presión y perros. Fue un escándalo, las imágenes recorrieron el mundo y mostraron la profundidad de la lucha racial, que fue comparada con el apartheid de Sudáfrica. El gobernador de Alabama, George Wallace, envió a la policía estatal para apoyar el jefe policial de Birmingham. El ministro de justicia, Robert Kennedy, hermano del presidente, envió a la Guardia Nacional para evitar un desastre: una bomba había dañado un hotel que había alojado a Luther King, otra dañó la casa de su hermano, lo que derivó en una manifestación contra la policía. El 21 de mayo renunció el alcalde de la ciudad, fue relevado el jefe de la policía local y, en junio, todos los carteles segregacionistas fueron eliminados y los lugares públicos quedaron abiertos a la población negra.

Martin Luther King había nacido el 15 de enero de 1929 como Michael King Jr., en Atlanta, Georgia, uno de los escenarios claves de la Guerra Civil. Era hijo del primer pastor activista por los derechos civiles, Michael King Sr. En 1934, cuando la familia viajó a Europa, el padre decidió adoptar, para él y para su hijo de cinco años, el nombre de Martin Luther en honor de Martín Lutero, el sacerdote y teólogo católico que había revolucionado la Iglesia Católica con su Reforma.

Con esa carga llegó King a Washington en agosto de 1963 para cerrar lo que se llamó la “Marcha por el Trabajo y la Libertad”. Para entonces ya estaba en la mira del FBI y de su director eterno e implacable, J. Edgar Hoover, que ya había desatado sobre el reverendo una campaña feroz de persecución y hostigamiento. King estaba decidido a plantear sus demandas específicas porque sabía que, además de a la sociedad americana, le hablaría al mundo: iba a exigir el fin de la segregación racial en las escuelas públicas; una legislación sobre derechos civiles, que ya Kennedy había impulsado en junio de ese mismo año, otra ley que prohibiese la discriminación en el mundo laboral, protección policial para los activistas por los derechos civiles y un salario mínimo de dos dólares para todos los trabajadores, sin distinción. Ese era el sueño de King.

"Hemos venido a este lugar sagrado para recordarle a Estados Unidos la urgencia feroz del ahora. Este no es tiempo para entrar en el lujo del enfriamiento o para tomar la droga tranquilizadora del gradualismo. Ahora es el tiempo de elevarnos del oscuro y desolado valle de la segregación hacia el iluminado camino de la justicia racial. Ahora es el tiempo de elevar nuestra nación de las arenas movedizas de la injusticia racial hacia la sólida roca de la hermandad. Ahora es el tiempo de hacer de la justicia una realidad para todos los hijos de Dios. Sería fatal para la nación pasar por alto la urgencia del momento.”

Luther King convirtió su mensaje en un sermón, en una pieza religiosa, acompañada de una estudiada gestualidad, que le otorgaba autoridad para amenazar en aquellos días difíciles, aunque esas amenazas estuviesen cubiertas por las ropas de la paz y sirvieran incluso para llamar a su gente a que no ejerciera la violencia: “No habrá ni descanso ni tranquilidad en Estados Unidos hasta que el negro tenga garantizados sus derechos de ciudadano. Los remolinos de la revuelta continuarán sacudiendo los cimientos de nuestra nación hasta que emerja el esplendoroso día de la justicia. Pero hay algo que debo decir a mi gente, que aguarda en el cálido umbral que lleva al palacio de la justicia: en el proceso de ganar nuestro justo lugar no deberemos ser culpables de hechos erróneos. No saciemos nuestra sed de libertad tomando de la copa de la amargura y el odio. Siempre debemos conducir nuestra lucha en el elevado plano de la dignidad y la disciplina. No debemos permitir que nuestra protesta creativa degenere en violencia física (…)”

Entonces llegó al alma de su pieza oratoria, a los párrafos que fundaban, detallaban, explicaban, argumentaban, justificaban y fijaban cuál era su sueño: “Yo tengo el sueño de que un día esta nación se elevará y vivirá el verdadero significado de su credo: ‘Creemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales’. Yo tengo el sueño de que un día en las coloradas colinas de Georgia los hijos de los ex esclavos y los hijos de los ex propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la hermandad”.

“Yo tengo el sueño de que un día incluso el estado de Mississippi, un estado desierto, sofocado por el calor de la injusticia y la opresión, será transformado en un oasis de libertad y justicia. Yo tengo el sueño de que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Yo tengo un sueño hoy!”

“Yo tengo el sueño de que un día, allá en Alabama, con sus racistas despiadados, con un gobernador cuyos labios gotean las palabras de la interposición y la anulación; un día allí mismo en Alabama, pequeños niños negros y pequeñas niñas negras serán capaces de unir sus manos con pequeños niños blancos y niñas blancas como hermanos y hermanas. ¡Yo tengo un sueño hoy! (…) Yo tengo el sueño de que un día cada valle será exaltado, cada colina y montaña será bajada, los sitios escarpados serán aplanados y los sitios sinuosos serán enderezados, y que la gloria del Señor será revelada y toda la carne la verá al unísono. Esta es nuestra esperanza. Esta es la fe con la que regresaré al sur. Con esta fe seremos capaces de esculpir en la montaña de la desesperación una piedra de esperanza. Con esta fe seremos capaces de transformar las discordancias de nuestra nación en una hermosa sinfonía de hermandad. Con esta fe seremos capaces de trabajar juntos, de rezar juntos, de luchar juntos, de ir a prisión juntos, de luchar por nuestra libertad juntos, con la certeza de que un día seremos libres.”

Con Lincoln a sus espaldas, King terminó su sermón, su alabanza, su mensaje, "¡Dejen resonar la libertad de la montaña Lookout de Tennessee! ¡Dejen resonar la libertad desde cada colina y cada montaña de Mississippi, desde cada ladera, dejen resonar la libertad! Y cuando esto ocurra, cuando dejemos resonar la libertad, cuando la dejemos resonar desde cada pueblo y cada caserío, desde cada estado y cada ciudad, seremos capaces de apresurar la llegada de ese día en que todos los hijos de Dios, hombres negros y hombres blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, serán capaces de unir sus manos y cantar las palabras de un viejo espiritual negro: ‘¡Por fin somos libres! ¡Por fin somos libres! Gracias a Dios todopoderoso, ¡por fin somos libres!”.

Era una obra maestra. Y la multitud supo enseguida que era testigo de un momento histórico, de un hecho irrepetible. También lo supieron de inmediato en la Casa Blanca. El historiador Richard Reeves, en su fantástica biografía política de la presidencia de Kennedy, cuenta que, tal como estaba planeado, luego de la entusiasta manifestación y de su fantástico discurso Luther King, y una delegación de la NAACP (National Association for the Advancement of Colored People), fue recibido por Kennedy en la Casa Blanca. “Oiga, Reverendo, -quiso saber Kennedy- ¿de dónde sacó las ideas para su discurso de hoy?” Y Luther King: “De los discursos suyos, señor Presidente”. No le mintió, ni lo halagó: era la pura verdad. Dos meses antes, en junio de 1963, Kennedy había anticipado el discurso de King.

El 10 y el 11 de junio, en sólo dos días, el presidente había dado dos pasos trascendentales en política exterior e interior. El 10, en la American University, había llamado a poner fin a la Guerra Fría y a entablar una nueva relación con la Unión Soviética. Al día siguiente, había lanzado un mensaje en favor de la sanción de la ley de Derechos Civiles. A Kennedy lo cercaba el tiempo. En su detallada crónica de esas cuarenta y ocho horas, “Two Days in June - Dos días en junio”, el historiador Andrew Cohen cita un fragmento de aquel discurso de Kennedy que parece anticipar al de King: “(…) Conciudadanos, este es un problema al que nos enfrentamos todos, en todas las ciudades tanto del norte como del sur. Hoy, hay personas de color desempleadas, dos o tres veces más que los blancos, con una educación inadecuada, que se trasladan a las ciudades grandes, incapaces de encontrar trabajo, en especial, jóvenes desempleados sin esperanza, a quienes se les niega la igualdad de derechos, se les niega la oportunidad de comer en un restaurante o en la barra de un bar o de entrar a un cine, se les niega el derecho a una educación digna, se les niega el derecho a asistir a una universidad estatal aunque cumplan los requisitos. (…) No todos los niños tienen las mismas capacidades, las mismas destrezas ni la misma motivación, pero sí deberían tener el mismo derecho de desarrollar sus capacidades, sus destrezas y su motivación para llegar a ser alguien en la vida”.

De alguna forma, la formidable pieza oratoria de Martin Luther King también fue la oración fúnebre de aquella década que había empezado con sueños de libertad y se acercaba a su final en los pantanos de la guerra y del crimen político. Tres meses después del célebre discurso de Luther King, John Kennedy fue asesinado en Dallas, Texas, a los cuarenta y seis años. El 2 de julio de 1964, el sucesor de Kennedy, Lyndon Baines Johnson, firmo la Ley de Derechos Civiles que prohibió la discriminación en el empleo basada en la raza, el género, la religión o el origen nacional. Al año siguiente sancionó la Ley de Derechos Electorales que prohibió las pruebas de alfabetización y creó derechos de votos para todos los ciudadanos con independencia de su raza.

Martin Luther King, que en 1964 había ganado el Premio Nobel de la Paz, fue asesinado el 4 de abril de 1968 en Memphis. Tenía treinta y nueve años. Dos meses después, fue asesinado Robert Kennedy, el ex ministro de Justicia de su hermano John, cuando se perfilaba como candidato demócrata a la presidencia en las elecciones de ese año.

El 20 de enero de 2009, cuarenta y cinco años y seis meses después de “Yo tengo un sueño” de Martin Luther King, Barack Obama se convirtió en el primer descendiente de afroamericanos en ser presidente de los Estados Unidos. Fue reelecto en noviembre de 2012. Las palabras finales del viejo espiritual negro que sellaron el discurso de King, “¡Por fin somos libres! ¡Por fin somos libres! Gracias a Dios todopoderoso, ¡por fin somos libres!” están labradas en la piedra de su tumba en el parque nacional que lleva su nombre en Atlanta, Georgia, su tierra natal. Fuente:Infobae

historia cultura

Comentarios

Te puede interesar

Teclas de acceso