Crónicas a Contraluz es una propuesta de Juan Carlos Ceja que nos ofrece ficciones literarias con líneas de sentida autorreferencia. "Pinta tu aldea y pintarás el mundo»", parece ser la frase que guía al autor.
El tapial miraba al este, terminaba por el norte donde comenzaban las casas de inquilinato.
La otra parte de la pared, a partir del vértice, continuaba mirando al sur, tenía cuatro puertas pintadas de verde, eran de las casas alquiladas con entrada por el este.
Al conventillo se accedía por un patio compartido. El dueño del caserío era el turco Yarub, un hombre diminuto con un culo alto y grandote.
Los vecinos daban por seguro que el verdulero Yarub era un hombre rico pero, su manera de vivir indicaba otra cosa. Y sobre todo su presencia.
La pareja vivía en la línea del tapial blanco pasando el patio comunitario, dos casas más allá.
La verdulería ocupaba un galpón pintado de verde. Una puerta con tela metálica fingía acatamiento bromatológico, otra al fondo conducía a los depósitos vedados y la casa familiar.
El concepto verdulería debe ser tomado en un sentido vasto y relajado, algo así como una filología de entrecasa.
La clientela pobre, compradora de tomates pasados, en oferta, no hubiera podido enredarse en tales pruritos lingüísticos.
La mujer de Yarub, gordísima. Ballenesca. Atendía sentada en medio de cajones, paquetes, bolsas, balanza, damajuanas, pilas de diarios para envoltorio, baldes con huevos, cuchillos, cucharas y ovillos de hilo, gajos de laurel, cola de burro, romero y orégano de la huerta casera, pequeñas plantitas de albahaca, pimiento, paico macho y salvia para trasplantar, escobas, palos de piso y plumeros, atados de acelga, achicoria y lechuga flotando en un tambor con agua fresca.
La señora Yarub era una cuentista entusiasta. La voz y los aderezos con que sazonaba el relato eran sus mejores armas.
Los hechos del relato variaban según fuese el ánimo del día con el turco y la simpatía o animosidad que sintiera por los personajes.
Un miércoles de ceniza Zaratustra Yarub iluminó lo acontecido con la señora de Busto y dio la siguiente tercera versión.
La Mirna Nieve Schneider algo sabía de la señora de Busto. Las dos venían de Montefiore, habían estado juntas en el primero superior pero, nunca fueron amigas.
En el pueblo y en toda la colonia, siempre se supo que esa chica tenía una falla en la cabeza y ¡Ay Mi Dios!, fiebre uterina.
La falla parece que era propia, no tenía antecedentes. La fiebre uterina, en cambio, venía haciendo estragos desde hacía muchísimo en la familia de la madre.
Los crímenes por culpa de la fiebre uterina, cinco por lo menos, mancharon para siempre a la familia.
La madre escuchó en el parto como unas vocecitas, capaz que eran advertencias y ella no le dio importancia. Con el paso del tiempo, frente a las primeras señales, trató a la hija con trozos de hielo en la parte de abajo pero, cuando llegó a más muchachita el tratamiento se mostró inútil.
En el pueblo se hicieron cadenas de oración. La casa de la flaquita fue bendecida durante tres miércoles alternados a las cinco de la madrugada.
La benevolencia era mucha con esa madre obligada a ocultar las mañas indecorosas con que la chica lograba aquietarse.
Las comedidas de siempre tuvieron la culpa de que en Colonia Montefiore hayan dejado de crecer los yuyos curativos para la fiebre de abajo, como decía la vieja Sabina.
Cuando escasearon las hojas y tampoco quedaron más tallos, se dieron a la tarea de escarbar, arrancar, trozar y hervir las raíces.
El líquido vertido en las ollas fue increíblemente abundante, comenzaron a faltar damajuanas para tanto.
Miguel Burkardt para quedar bien con Palmira Aimietti, a la que le arrastraba el ala, prestó dos tachos lecheros.
El escándalo era grande. El señor cura tuvo que incluir el tema en los sermones de los domingos.
En la pueblada famosa por el agua tuvieron que ver tanto el bruto del presidente comunal como las tisanas y lavativas contra una fiebre que avergüenza de solo pensarla.
Esas mismas mujeres, esclarecidas por su insatisfecha e ignorada libido, cuando lo descubrieron, se hartaron de que sus hombres, sementales tardíos pero generosos, aportaran con todos sus músculos, lo que más podían, a la cura de la flaquita enferma.
Sordas a los pedidos de clemencia y escaldadas por estar en boca de todos, impulsaron el destierro.
Y listo, ahora la tenemos acá entre nosotras, terminaba de contar con disgusto Zaratustra Yarub.
Y después, olvidada de su propio relato, retornaba a la monotonía de la verdulería.
La mujer increíble era inimaginable sin las ristras de ajo, cebolla, chorizos en grasa, pimientos, los dos cuzcos callejeros, las bolsas de carbón, harina común y bolsas con alimento para las gallinas vendidos al menudeo, la mortadela y la panceta en la puerta superior de la heladera, también verde, la cortadora de fiambre grasienta, los choclos viejos de dientes ocres y el loro, trofeo de un mítico viaje al Paraguay, botellas llenas, botellas vacías, frascos y trapos, unos para las manos, otros para la transpiración, siempre mojados.
A la noche las luces de la verdulería se apagaban temprano, en ese momento la Yarub se convertía en un enigma.
Al otro día reaparecía fellineana, iluminada por el resplandor inicial, sentada en el trono bajo de su silla de paja.
Puteaba a los dioses por su destino y si algo quedaba era para el marido.
El reino recuperaba así su gran timón.
En la memoria colectiva, por más que se hurgue, no habita una verdulera descomunal caminando las calles del Villa Dominga.
Fuera de la verdulería, la mujer del turco Yarub solo existía de nombre.
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