-Señor Bacon, usted estuvo preso en Auschwitz. ¿Es cierto que allí se disputó algún partido de fútbol?
-"Sí y yo jugué. Los niños alguna vez pudimos hacerlo. Teníamos entre 12 y 16 años, y estábamos en el Zigeunerlager en Auschwitz-Birkenau. La vida allí era horrible, un infierno".
-¿Cómo y cuándo se celebraban aquellos partidos?
-"Sólo jugamos algunos domingos. Fue algo excepcional y esporádico".
-¿Cómo es posible que tuvieran fuerzas para jugar?
-"Los partidos siempre eran improvisados, nada organizado, sin fechas ni horas concretas. Como no teníamos fuerzas por la vida tan dura que llevábamos, el fútbol era algo excepcional".
-¿Cómo fue posible que ocurriera una cosa así en un lugar destinado a la tortura y al asesinato?
-"Es un sinsentido. Por eso no quiero que sólo se diga que en Auschwitz se jugaba al fútbol. Eso era un infierno. Allí se mataban a las personas. Es paradójico que en un lugar como ese campo de concentración se disputaran algunos partidos. Se que es difícil de entender, pero sucedió". Nota del 2 de noviembre de 2017, realizada por José Pérez del diario Marca a Yehuda Bacon, superviviente del Holocausto.
Miro una imagen. Es Auschwitz. Se ven seres humanos que en unos minutos más estarán en la cámara de gas. Hay nubes negras, son hombres asesinados que ya se han marchado, van camino del cielo dejando el infierno en la tierra. La chimenea escupe las cenizas de los muertos que caerán sobre los hombros de los vivos, esos presos que, algo apartados, juegan al fútbol en el equipo del traje rayado de los condenados. Es una escena difícil de explicar. Donde a unos los calcinan y a otros los animan.
Rudolp Höss está encarcelado en Núremberg antes de ser juzgado por el asesinato de más de un millón de personas. León Goldensohn, psiquiatra del ejército de Estados Unidos, le interroga. Paredes blancas y una celda incomunicada en el ala C de la prisión enmarcan la conversación. "¿Usted piensa alguna vez en esas ejecuciones o quema de cadáveres que ordenó, le perturban esos recuerdos?" La respuesta de Höss es breve, pero letal: "No. No tengo fantasías de ese tipo". Goldensohn no concibe tanta frialdad, insiste. "¿Sufre usted pesadillas?" "Nunca". Era el 11 de abril de 1946.
Los prisioneros, muertos vivientes, debían correr descalzos horas eternas, permanecían más de dos horas en cuclillas con las manos en la nuca, se arrastraban con los codos, hacían flexiones lentas, daban saltos de rana, giraban sobre sí mismos con las manos levantadas, trepaban árboles imposibles, caminaban agarrándose de los tobillos, daban vueltas alrededor de un palo en la misma dirección durante una hora y otra hora en sentido contrario. Eran doce horas de "gimnasia", sin descanso ni comida. Pies y cabezas hinchados. Calor o helada. Rodaban sobre la nieve. "Hacer deporte", ordenaba Ludwig Plagge, torturador nazi. Al que caía, lo golpeaba. Látigo, palo, patadas y hasta una pistola. Nadie podía socorrerlos. Cerca de veinte morían por día. Lo relata el periodista Ezequiel Fernández Moores en La Nación. "El 'deporte' fue el primer paso hacia el exterminio", dice Erwin Olszówka, prisionero 1141. El "deporte" para aterrorizar a los recién llegados. Humillarlos hasta la obediencia absoluta. "Si los presos no limpiaban bien, deporte. Si hablaban sin permiso, deporte. Si no saludaban, deporte", cuenta Stanislaw Korecki (prisionero 743).
Oswiecim, en polaco; Auschwitz, en alemán. Ubicado en la Polonia ocupada por los nazis, a tres kilómetros de la localidad del mismo nombre, el campo de concentración alemán se asentaba en un páramo de arenas blandas, casi pantanosas. Y fue el principal emplazamiento elegido para la Solución Final, el exterminio de los judíos. Allí se perpetró una de las mayores matanzas de la historia. Pero también se jugó al fútbol, actividad que además se convirtió en un modo de sobrevivir. A algunos futbolistas les daban una ración extra de comida, un suplemento energético esencial para la supervivencia. La construcción del campo principal se inició a mediados de 1940 en los terrenos y edificios de una antigua guarnición del ejército polaco. Y a finales de ese año y principios de 1941, ya rodaba el balón.
Bronisaw Cynkar, prisionero 183, así lo recuerda según el testimonio que se guarda en el Archivo del Museo de Auschwitz. "Sobreviví gracias a que era un deportista antes de llegar y por ser arquero. Cuando atajaba hacían apuestas altas por la victoria de Polonia", testificó. Entiéndase correctamente el sentido de la palabra "apuesta", sin nada en juego más que la palabra. Cynkar también explica cuándo se disputaban estos partidos: "Los sábados organizábamos pequeños partidos sólo con los polacos. Pero los que gozaban de popularidad eran los internacionales de los domingos. Estos, incluso, iban acompañados de la orquesta del campo. Para ayudar a su equipo, los alemanes traían a los mejores jugadores de Dachau. Muchos prisioneros renunciaban a un día libre sólo para verlos. A veces se prolongaban y duraban más de dos horas y media. Como representante del equipo polaco, todos me conocían y eran más agradables conmigo".
El campo de fútbol tenía un "cuidador", un preso que se encargaba de que estuviera en buen estado. Así lo contó el superviviente John N. Wiernicki en sus memorias tituladas "Guerra a la sombra de Auschwitz": "El único que ocasionalmente cruzaba el césped era el que supervisaba los trabajos para nivelar el campo, el cual usaban algunos domingos los trabajadores del hospital de prisioneros para jugar".
"Un día, yo estaba atajando. Tanto el personal del hospital como los convalecientes se habían reunido para ver el partido. El balón salió y rodó hacia la valla. Corrí detrás de él y cuando lo alcancé, eché un vistazo a la rampa que había a un costado. Un tren acababa de llegar. La gente estaba saliendo y caminando en dirección al pequeño bosque. La procesión se movió lentamente, creciendo a medida que más y más personas surgían de los vagones. Los recién llegados se sentaron en la hierba y miraron en nuestra dirección. Yo regresé con la pelota y la golpeé de nuevo hacia el campo. Me patearon y la desvié hacia el córner. De nuevo se deslizó por la hierba y, una vez más, yo corrí detrás para recuperarla. Pero cuando lo alcancé me detuve impresionado: la rampa estaba vacía. No quedaba ni una sola persona. Entre dos saques de arco en un partido de fútbol, justo detrás de mí, 3.000 personas habían sido enviadas a la muerte", escribió Tadeusz Borowski en "La gente que caminó".
El balón, mientras, seguía dando esperanza de vida en Auschwitz. Józef Tabaczynski, que entró en el infierno el 12 de abril de 1943, encontró sustento alimenticio gracias a un partido. "Los celos que tenía cuando estaba viendo a los prisioneros jugar no estaban relacionados con las ganas de participar, sino con la ración de comida de más que daban a los que jugaban. El responsable de organizar los partidos era Pawe Stolecki, un polaco. A veces intentaba llamarle la atención y un día, cuando estaba muy cansado, me llamó él. Estaba emocionado y, aunque no tenía suficiente fuerza, me sentía orgulloso. Me prometí al menos hacerlo bien en cuanto a técnica. Escuchaba con placer cómo otros prisioneros nos animaban. Aproveché la oportunidad y marqué un gol que luego resultó ser el único. Tras el partido, me mandaron a trabajar en la cocina y ese avance me hizo pensar en el futuro", se recoge en su testimonio en el Archivo de Auschwitz.
El fútbol estuvo presente tras la liberación. "La victoria y la paz fueron festejadas también con el fútbol. Se celebró un partido entre el equipo de Katowice y una representación de los italianos. Se jugaba en un campo de la periferia más bien lejos de Bogucice", recuerda Primo Levi, preso 174.517, en su libro "La Tregua". Ganaron los polacos y el encuentro lo arbitró un soldado ruso de la NKVD.
"De un lado, los asesinos de las SS. Del otro, representantes del Sonderkommando: prisioneros judíos y no judíos encargados de sacar los cadáveres de la cámara de gas, de lavarlos, de extraer de los cuerpos los dientes de oro y los cabellos. A algunos esto puede sonarles a una pausa de humanidad en medio de un horror abismal. A mis ojos, este partido, este momento de normalidad, es el verdadero horror del campo", del libro "Lo que resta de Auschwitz", del filósofo italiano Giorgio Agamben.