Por Augusto Rolando (*). El desarrollo de la Inteligencia Artificial comenzó en los años 50, y salvo algunos hitos, siempre ha avanzado de manera silenciosa. En estos últimos años pasó a primera plana gracias a dos grandes factores: la recopilación constante de datos desde miles de millones de dispositivos conectados y la disponibilidad de mejor potencia informática. ¿Qué tipo de datos recopila? Nuestro comportamiento, lo que miramos, consumimos y escuchamos. ¿Con qué objetivo? Estudiar personas y establecer un patrón de cómo se comportan frente a ciertos escenarios.
Esta simplificación, a riesgo de ser excesiva, me permite acércame al objetivo de este análisis: pensar cómo la Inteligencia Artificial (IA) está impactando en la democracia. La IA estudia nuestra conducta y elabora algoritmos para detectar qué somos y predecir qué haremos. Pero este ejercicio de predicción tiene una limitación: el algoritmo es lineal, procedimental y no presta atención al contexto, especialmente relevante en el ejercicio democrático. Por ejemplo, una cosa es predecir el comportamiento de consumidores de yerba mate en un supermercado y otra es mi comportamiento electoral en una instancia de ballottage dentro del cuarto oscuro. Las decisiones electorales de los votantes están atravesadas por presiones, creencias personales o convencimientos que son difíciles de pronosticar.
Los algoritmos nos estudian y nos conocen bien, tanto que nos proporcionan solamente lo que queremos consumir y de manera cada vez más precisa, a cambio de renunciar a reflexionar sobre nuestras necesidades y aspiraciones. Pero vayamos al terreno democrático. El Congreso es un espacio para conversar sobre lo que nos interesa, escuchar, debatir y cuestionarnos. Como explica el filósofo y ensayista español Daniel Innerarity, este ejercicio de consenso nos obliga a salir de la linealidad, ya que la actividad democrática es más bien un proceso desordenado entre personas y partidos que tironean desde diferentes extremos. El automatismo de los algoritmos no nos sirve en este caso porque la política es una práctica que tiene ambigüedad, informaciones borrosas y panoramas incompletos. Además, se basa en el consenso, que es mucho más que ponerse de acuerdo, es un proceso zigzagueante de justificación de posiciones y construcción de identidades.
Como antes mencionamos, los algoritmos evalúan patrones del pasado y con ello predicen lo que es más probable que suceda en el futuro. Esto supone otro problema: el riesgo de exacerbar sesgos y condenar el futuro prolongando nuestro pasado. Por ejemplo, en base al comportamiento electoral pasado de una ciudad predecimos lo que va a suceder y tomamos ciertas decisiones. Volvemos al tema de la linealidad: este ejercicio no contempla las revoluciones o rupturas en nuestra historia, sino que considera el futuro de manera incremental. Es una dificultad pensar de esta forma en países como la Argentina, donde reina lo inesperado y donde, por ejemplo, gran parte de la población espera que un revolucionario medio despeinado patee el tablero del statu quo.
Pero hay actividades en las democracias liberales en que la Inteligencia Artificial puede ayudar mucho. Principalmente, en las relacionadas con la gestión. Por ejemplo, algoritmos pueden ayudar a urbanistas a identificar zonas potenciales de crecimiento y con ello predecir mejor la infraestructura y los servicios necesarios. El monitoreo de patrones de tráfico puede distribuir mejor la circulación en una ciudad e incluso, utilizando gemelos digitales, se puede predecir el riesgo de una inundación y así proyectar futuras obras para evitarlo.
Hago un intento por no evaluar, al menos por ahora, a la IA como un reemplazo a los puestos de trabajo, sino más bien como un reemplazo a tareas que tienen algunos puestos de trabajo. Es una herramienta de asistencia y ayuda, principalmente porque los algoritmos no tienen la capacidad de imaginar, lo cual limita muchísimo su capacidad rupturista.
Esto de imaginar es un punto central. Hoy la Inteligencia Artificial incorpora data y ofrece cada vez mejores resultados en base a su input, pero es posible que, en el futuro, las máquinas inteligentes adquieran procesos autónomos para imaginar y diseñar el devenir.
Las empresas que pujan por liderar este proceso son pocas. Crear y entrenar algoritmos de inteligencia artificial es altamente costoso en tiempo y dinero, y cuanto más avancen, más difícil para los nuevos jugadores que quieran entrar.
En síntesis, estos nuevos software estarán en pocas manos, lo que les otorga un poder muy grande en la “construcción de verdad”. Nada de esto es nuevo. Históricamente, los medios de comunicación y las redes sociales fueron tendenciosos y estuvieron concentrados. Pero además las herramientas de IA permiten construir imágenes o videos falsos de mucha calidad, engaños que difícilmente identifiquemos como tales con el ojo humano. Sí, vamos a necesitar otra Inteligencia Artificial para detectarlos. ¿Empezaremos a perder el control? No lo sé, pero si sabemos que se vienen los fact checkers (verificadores de hechos).
Se desprende entonces la necesidad de control y de una legislación acorde a estos riesgos en cada país. Principalmente en relación a la protección de datos, pero también respecto del rol que tendrá la IA en nuestro proceso democrático, que permita regular qué tareas comenzarán a realizar los algoritmos.
(*) Licenciado en Relaciones Internacionales (Universidad Católica de Córdoba) y Magister en Management and Governance in the Public Sector (Erasmus University Rotterdam)
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