Por Editorial
A algo más de ocho meses después de la asunción de Javier Milei, al margen de los conflictos internos que enfrentan los libertarios, una de las fortalezas del Gobierno radica en la debilidad que exhiben sus opositores. Tanto el peronismo-kirchnerismo, acosado por sus propios escándalos de corrupción y de violencia de género, como Pro, víctima de los siempre malhadados personalismos, atraviesan períodos de zozobra.
El cambio de época se percibe también en el hartazgo ciudadano ante los movimientos piqueteros, que hoy deben respetar la ley y el orden a la hora de pretender ganar las calles, merced a medidas que reafirman la vigencia de la Constitución y la disposición oficial a hacerla respetar.
Por similar carril transitan los sentimientos de muchos respecto de las fuerzas sindicales, históricamente aliadas al peronismo, con obras sociales que financian la política y enriquecen a sus dirigentes en una redituable connivencia. Basta recordar aquella foto de familia en Olivos con Alberto Fernández y los Moyano; ¿cómo habrían luego de organizar un paro? Sólo así se puede explicar que la gestión mileísta soportara dos paros generales (24 de enero y 9 de mayo) en sus primeros cinco meses. Como señalara Jorge Macri, los integrantes de la CGT estuvieron "muditos", en un "escandaloso silencio" durante los años de gobierno de Alberto Fernández, para salir ahora "a los gritos". Queda claro que lejos de defender los intereses de los trabajadores, jaqueados por una inflación insoportable con pérdida del valor adquisitivo de sus salarios desde hace años, solo buscan desestabilizar a cualquier Gobierno Nacional o Municipal, que no sea peronista o kirchnerista cuando ven amenazados sus privilegios.
La CGT no asistió a la convocatoria oficial con motivo del Pacto de Mayo. Dijeron haber recibido la invitación a destiempo y sentirse "ninguneados" a pesar de las conversaciones informales con el jefe de Gabinete, Guillermo Francos; el secretario de Trabajo, Julio Cordero, y el asesor Santiago Caputo. Hacia afuera, no cesan de afirmar que "no hay nada que altere la unidad, ni lo va a haber", en palabras de Gerardo Martínez, titular de la Unión Obrera de la Construcción.
Con ese objetivo, las reuniones de la mesa chica de la CGT apuestan a superar enfrentamientos entre distintas facciones para consensuar los lineamientos estratégicos de cara a las próximas semanas. La impensada dupla que el secretario general de la CGT Pablo Moyano (camioneros) y Luis Barrionuevo (gastronómicos) constituyeron para elevar los decibeles del enfrentamiento con el Gobierno promueve un tercer paro general. En la misma línea, estarían Mario Manrique (Smata), Sergio Palazzo (bancarios) y Abel Furlán (metalúrgicos).
Entre los sindicalistas moderados que pretenden contener la presión de sus pares prima la convicción de que no conviene apurarse y, tras reuniones con el Secretario de Trabajo, avanzan con el diálogo social que incluye también a los empresarios, a instancias del Gobierno, interesado en replicarlo en cada región del país para abordar una agenda de temas por consensuar de manera tripartita.
El poco éxito de las últimas convocatorias en contra del Gobierno -como la del 7 de agosto en la Plaza de Mayo- pone en evidencia el debilitamiento del movimiento. ¿Tiene sentido exponer esa fragilidad convocando a nuevas medidas de fuerza? Ciertamente, no. Pueden ganar tiempo aguardando la próxima jugada del adversario y dejar, mientras, que a algunos de sus cuadros se les salte la chaveta para hacer ruido; tal el caso de los recientes reclamos de los recolectores de basura de la ciudad de Buenos Aires, azuzados por Pablo Moyano, o de los gremios aeronáuticos. O apelar a la creatividad para proponer nuevos formatos huelguistas. Alentar protestas sectoriales podría ser uno.
En la Argentina, la mitad del empleo es informal, incluyendo el empleo en negro y los cuentapropistas no registrados. La industria del juicio es, por lejos, la más próspera. La desocupación, por cesantías, recortes o bajas, la caída de los niveles salariales y el regreso de la cuarta categoría del impuesto a las ganancias conforman un turbulento frente de tormenta. La sociedad aguarda con atención qué medidas dispondrá el Gobierno en esta nueva etapa.
Cansada la sociedad de la patota sindical y de sus vergonzosas y vitalicias prerrogativas, la reforma laboral se impone para que con ella lleguen las inversiones, la productividad y el desarrollo. Está claro que quienes llevan décadas de vivir a costa de los trabajadores harán todo lo que esté a su alcance por obstaculizar cualquier cambio. Siempre retrógradas y obsoletas serán las propuestas de quienes están aferrados a las cajas que los sostienen, en un entramado mafioso que resiste cualquier intento de desregulación. No temen a la ley ni a la Justicia, blindados a fuerza de violencia y aprietes, dispuestos a defenestrar a quien ose querer conculcar sus ancestrales privilegios. Mientras el país se dispone a trabajar para superar la crisis, ellos no cesan de alimentar un creciente rechazo social. Sus procederes van camino de ser parte del triste pasado argentino.
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