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Opinión

Romano Bertini y la soledad

Alcides Castagno

Por Alcides Castagno

Tenía 17 años cuando decidió asomarse a la aventura unipersonal de cruzar el océano hacia lo incierto, aunque tenía más posibilidades que ese hoy que lo ahogaba. Era el año 1927. Romano Bertini dejaba a sus espaldas a padres y hermanos. La tristeza no fue suficiente. Su madre pensó que pronto volvería; su padre falleció poco tiempo después, sus dos hermanos esperaban los resultados para imitarlo en su emigración o continuar en el pueblo. Llegó a Rafaela el 21 de septiembre de 1927 con el tren del ferrocarril Belgrano; su primo, Redento Bertini, que vivía en una casa con sus padres en el –ahora- barrio Mosconi, lo había invitado y debía recibirlo, pero no estaba en la estación. Desolado, se sentó a esperar. Un cochero que lo observaba se ofreció para ayudarlo; supuso que podrían estar esperándolo en la otra estación, la del ferrocarril Mitre; lo llevó en su carruaje y, efectivamente, allí estaban sus parientes.

No fueron fáciles los comienzos de Romano. Trabajó en las cosechas, como camionero y luego como albañil en el establecimiento de Boll, en Saguier. Allí se encontró con Pablo Luchino, un ex vecino de su pueblo italiano, a quien quería como un hermano. Juntos trabajaron en el oficio, construyendo, entre otras obras, el castillo de Foti. Lamentablemente, Paulino murió muy joven.

Estando en Saguier, Romano conoció a la que sería su esposa, Dominga Zimmerman, y al poco tiempo se casó con ella. Tuvieron dos hijas. En su interior mantenía la ilusión de poder volver algún día a su pueblo italiano, pero todo se fue postergando. Mientras, en el lejano pueblo se sucedían los fallecimientos: su madre, su hermano y, al poco tiempo, su hermana. Todos relativamente jóvenes. Ya nadie lo esperaba. En marzo de 1994 murió Minga, su amada esposa y compañera. La tristeza y la soledad lo vencieron; el 12 de octubre de 1996 cerró sus ojos para siempre.

Los sueños de prosperidad en la tierra prometida americana no se cristalizaron para Romano. Todo a su alrededor se fue apagando; sólo la luz del recuerdo de sus hijas hace que la memoria reemplace a la presencia.

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