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Opinión

Rafael y Rafaela

Alcides Castagno

Por Alcides Castagno

Los ángeles son seres creados en la perfección, para asistir a los requerimientos de Dios para con los seres humanos; de hecho, el “ángel de la guarda” es una devoción ancestral que acompaña y protege a los humanos que creen en él y en Dios. Como si fuera una corte celestial, la religión católica reconoce la existencia de tres arcángeles, que, por encima de los ángeles, representan la intermediación divina sobre tres aspectos: Miguel, que aparece en la iconografía como un guerrero que se apresta a atravesar a un dragón (el demonio) con su lanza, fue el que dirigió la expulsión de los ángeles rebeldes; se lo invoca como defensor de la Fe y de la Iglesia. Gabriel es el arcángel mensajero y tuvo la misión, entre otras, de anunciar a María el nacimiento de Jesús y, simultáneamente, hacer comprender a José la paternidad del Espíritu Santo; una tradición lo representa como el que hará sonar el cuerno del día del juicio final, de acuerdo con el libro del Apocalipsis; también es considerado protector de comunicadores, periodistas, mensajeros y embajadores. Rafael es el arcángel de la sanación, cuya misión más conocida fue la de acompañar al joven Tobías en un largo viaje, durante el cual le brindó protección para que llegue hasta su destino, le devolvió la vista a su padre ciego y le presentó a la muchacha que sería su esposa; se eligió esta fecha teniendo en cuenta la devoción de doña Rosa Rafaela Rodríguez Viana, la muchacha paraguaya que se casó con un Diplomático compatriota, Félix de Egusquiza, el que se asoció con Guillermo Lehmann y se mudó a estas tierras. Tal vez esta ciudad debió llamarse Santa Rosa, si hiciéramos referencia al primer nombre, pero a la esposa de Egusquiza nunca le gustó ni quiso que la llamaran Rosa. A su pedido, Lehmann solicitó a la curia que impusieran la advocación del arcángel San Rafael a la parroquia; así tenemos su figura en el centro del altar mayor de la –ahora- catedral. Guillermo Lehmann tenía 22 años cuando emigró; hábil y ambicioso, encontró camino propicio en la relación con personajes influyentes del gobierno argentino; las políticas de inmigración le significaron una actividad que combinaba la colonización con la inmobiliaria. Entre sus socios estaba Ataliva Roca, hermano del presidente, en cuyo homenaje designó a dos pueblos: Presidente Roca y Ataliva; pensó que, al darle su nombre a un pueblo al sur de Rafaela, Lehmann, éste sería el centro de atracción regional; otras fuerzas e intereses trazaron las redes ferroviarias y las radicaciones esenciales para un progreso fenomenal, como ocurrió con la protegida del Arcángel. Ante el hecho consumado, con Rafaela creciendo, logró una de las primeras sucursales del Banco Nación en el País y poco después el Banco Hipotecario. “Y al conjuro de aquellos labradores /-fieles a su palabra- / va a nacer la colonia que se da por fundada. / Sentada sobre el carro, / la melena dorada, / yéndosele los ojos / hacia la madrugada / y sus manos de trigo / hacia la tierra calma, / Rafaela Rodríguez, / la mujer de Egusquiza, / aguarda” (fragmento del Canto a Rafaela, de José Rafael López Rosas). A la devoción y la poesía había que agregarles manos en proporción gigante. Los que iban llegando no encontraban casas y caminos, por eso construyeron quince ranchos y un almacén de toda precariedad; poco después San Rafael tuvo su capilla y Estanislao Battipaglia venía para asistirla. Era tierra de misión, de conquista sin yelmos. Cercaron 180 cuadras y sembraron con trigo 374 hectáreas; con las primeras 84 vacas hicieron el sustento y marcaron los recorridos con surcos de mancera, mientras plantaban postes y eucaliptos. Empezaron las familias a conocerse entre sí; venían desde distintas carencias y con idénticas esperanzas: Blas y Pedro Olivero, los Beltramino, Storero, Chiaraviglio, Lanzetti, Gaudencio Mainardi, Lorenzatti, Cacciolo, Geuna; también se sumaron Juan y José Operto, Vaudagna, Pairola, Soldano, Viotti, Bartolomé y José Podio, Avanthay, Guillermo Grande, Buffa; también estaban sus mujeres, que nunca figuraron en las listas, pero pusieron cuerpo y alma para las huertas, los hijos, la cosecha, el tambo. Nacían de las noches apacibles y morían de pestes indomables; se agrupaban para la defensa y enterraban sus ahorros para que ningún matrero los descubra. Se acercaban aborígenes de cuando en cuando en busca de caballos, sólo de cuando en cuando porque el río estaba lejos y no había mucho por aquí. Dice Elda Massoni: “Cada ciudad tiene sus puertas / y sus lágrimas; / tiene sus límites / y sus pájaros. / Los que aman todos los rincones / de las calles sombreadas / consiguen las llaves / de las verdades. / Pero aquellos que esconden los ojos / tras la cáscara de la última palmera / y queman las alas de las mariposas, / esos, no entienden nada de estirpes y de signos. / En los que aman la ciudad están los secretos, / la mano abierta al sol, / las cerraduras dulces de esperanza, / las puertas del reino.” Los pueblos son su gente, su espejo; si alguien llega desde otros rumbos, tendrá que adecuar su vida y sus costumbres a esto que lo rodea; el primer paso será conocer sus raíces y la memoria viva; saber que, por ejemplo, en esta ciudad de hoy hubo decisión por el hacer, creadores de vida y de calles rumorosas; ejercicio de la competencia, morir por una epidemia y surgir entre las cosechas. Dentro de la imperfección propia de los habitantes, habita la imperfección de las comunidades; la misión será elegir rumbo y seguirlo hacia arriba, adelante. Hace unos días, el Papa Francisco, en su alocución habitual, se dirigió a los jóvenes remarcando la importancia de conocer el pasado: “reconocer bien la propia historia para la toma de decisiones; nuestra historia es el libro en donde encontraremos lo que buscamos en vano por otros caminos”. Que Rafael, el arcángel de la salud, el amor y la pareja humana, nos encuentre juntos, a partir de este octubre luminoso, por encima de conflictos que a menudo no nos pertenecen.

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