Por Editorial
El reciente incidente ferroviario en Palermo que afectó a la línea San Martín puso a los argentinos ante su propio espejo. Al conocerse los audios del maquinista, las fallas de coordinación y las declaraciones de las víctimas, quedó en evidencia la precariedad del servicio por falta de mantenimiento, de capacitación del personal y de rigurosidad de los protocolos. Hasta hubo robos de cables críticos para la seguridad, como ocurre con los bronces de monumentos y picaportes de la ciudad.
El Holding Ferrocarriles Argentinos tiene más de 30.000 empleados y es el principal empleador de la Argentina. A su vez, se estima en USD 4000 millones sus pérdidas anuales. No es propósito de este editorial analizar la problemática de los trenes, sino utilizar el ejemplo para señalar que, si durante décadas se ha perdido la noción de que el desarrollo requiere inversiones y se ha predicado contra la seguridad jurídica, nadie debería asombrarse cuando aquellos chocan o descarrillan.
Durante 80 años los argentinos hemos priorizado aumentar la cantidad de empleados públicos a privilegiar las inversiones. El gasto corriente desplazó al tendido de vías, la construcción de rutas y la instalación de cloacas. El corto plazo fue preferido sobre el largo aliento. Así, el atado con alambre sustituyó al fundido, soldado y remachado.
Como en otras áreas estatales, los ferrocarriles están dominados por sindicatos y éstos fijan las reglas cuya prioridad es el empleo, aunque fuere improductivo. Existen proveedores que saben manejarse con ellos y una industria del juicio que vive de la empresa, no sólo en lo laboral, sino también reclamando daños, como la banda del exjuez Alberto Nicosia, quien se fugó a Uruguay y luego fue sobreseído por prescripción. Será difícil privatizarlos en serio, pues nadie entierra dinero en un país sin reglas, donde prevalecen la venalidad y la violación de contratos. La compra de vagones "chatarra" en España y Portugal que realizó el exsecretario de Transporte Ricardo Jaime, condenado por cohecho, es el botón que demuestra esa corrupción visceral.
La falta de inversión privada en la Argentina provocó, desde 2008, un desajuste creciente entre las necesidades colectivas y la productividad de la economía para satisfacerlas. El populismo pretendió zanjar esa brecha otorgando derechos huecos, emitiendo moneda y creando ministerios militantes. La inflación diluyó los ingresos a niveles miserables y el valor de las cosas se alejó de los bolsillos hasta las nubes. La gente cree que todo es más caro, sin advertir que los sueldos, las quincenas o los jornales son bajos porque el país se hundió y su moneda carece de valor. Sólo con inversión genuina se saldrá adelante, sin ceder a las presiones para volver a emitir.
La gestión póstuma del terceto kirchnerista convirtió a la Argentina en un laboratorio anómalo para atacar la pobreza con más subsidios, más planes, más bolsones y más "ñoquis" en el Estado. El exministro Sergio Massa aplicó una batería de reactivos y precursores químicos para reanimar lo paralizado, racionar lo escaso y ocultar lo inocultable que dañó el cuerpo social argentino con dolo eventual, por decir lo menos.
El descontrol fue tan alevoso, que se alteraron los incentivos para trabajar en lo propio, sin apropiarse de lo público. Una vez desbocado el gasto, no rigieron más las reglas ni los principios. Todos se lanzaron a tomar lo que se daba, por derecha o por izquierda. Del empleo regular a la mendicidad. Los planes sociales se desvirtuaron. Los comedores sociales se hicieron fantasmales. Los contratados pasaron en tropel a planta mientras Cristina Kirchner lograba su doble pensión de privilegio por decisión de La Cámpora. Pasamos de la sujeción con alambre, a la atadura con piolín.
Lo crucial para recuperar el salario no es flexibilizar, sino el ingreso masivo de capitales que den competitividad a la economía e impulsen exportaciones de energía, litio, minerales, agrícolas y otras que requieren grandes inversiones para transformarse en divisas. Eso no lo pondrán las pymes, por mejor voluntad que tengan. Para atender sus reclamos se debe reducir el costo argentino, con sus abusos sindicales, la presión fiscal, los lastres logísticos y las cargas regulatorias que las descolocan frente a lo importado. Eso necesitan y no "políticas industriales" cuando se carece de crédito y de moneda.
Para representar al pueblo existen 1.525 legisladores, de los cuales 329 son nacionales y 1.196 de las 24 legislaturas locales. Se desconoce la cantidad de empleados, asesores y prebendas que rodean esos cargos, más las jubilaciones de privilegio, que deben ser escalofriantes. Sin contar los concejos deliberantes de los 2.234 municipios del país.
¿Apoyarán el cambio quienes están cruzados por conflictos de intereses, no sólo con ese mundo al que pertenecen, sino también con sindicatos, cámaras, consejos profesionales y tantos otros grupos organizados que siempre han vivido como rémoras del Estado, en todos sus niveles, compartiendo con la política esos flujos de dinero público que se evapora cada mes, sin dejar un centavo para la inversión?
La respuesta es aún una moneda en el aire. La Argentina tiene todo para que sus ferrocarriles funcionen de forma segura, al igual que toda su infraestructura. Puede multiplicar el bienestar de su población y sorprender al mundo si se atreve a realizar los cambios institucionales que se requieren para que, en lugar de continuar atando todo con alambres, se asienten pilotes, se suelden perfiles, se remachen bulones y se afirmen columnas para que el país se reconstruya de forma sólida y duradera.
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