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Opinión

Érase una vez el campo

Por Alcides Castagno - La vida en el campo evoluciona, en algunos casos más lentamente que en las ciudades. Los que tuvimos el raro privilegio de una infancia campesina, solemos volver, como en breves películas que nos recuerdan ese aprendizaje agreste, sólido, permanente.

La Cortitrilla

El tiempo de la cosecha se anunciaba ruidoso. La llegada de la cortitrilla cumplía con las expectativas. Atrás las angustias y esperanzas. Ahora, recoger los frutos.
Yo miraba desde lejos el recorrido polvoriento. Sentado en el borde de la alcantarilla, ese día mi condición de espectador no duró mucho. Había que llevarles agua a "los hombres". Fui el elegido entre tres. Los otros dos eran Biyú, un cuzco ruidoso y compañero, y León, grandote, peludo, algo perezoso y aguantador. Con el balde casi lleno, atravesé penosamente el potrero número uno, donde pastaban las vacas secas.
Luego de los agradecidos elogios de los tres superhéroes, casi irreconocibles bajo el polvillo y los pajizos, emprendimos el regreso. Cuando estábamos más o menos en la mitad, algo me hizo girar la cabeza. Detrás, a unos metros, una enorme vaca Holando me seguía. Apreté el paso. También ella. Del otro lado del alambrado, una ternerada me cerraba el escape para cambiar de potrero. Yo, más rápido, la vaca trotaba; yo corría, la vaca aceleraba; también los terneros y Biyú adelante. Me faltaba el aire, me imaginaba atacado por ese monstruo de cuernos y cuero en blanco y negro. La tranquera salvadora no llegaba nunca. Lejos, los hombres retomaban el paso de la cortitrilla. Lejos, mamá barría el patio, ausente del drama que su hijo sufría en el tiempo de cosecha. Finalmente, llegó la tranquera hasta mí -o yo hasta ella- y me zambullí en el escaso espacio que mediaba entre el último hilo de alambre y la tierra. Crucé el camino sin mirar atrás y me desplomé de espaldas al aljibe. A mi lado, Biyú, inoperante y solidario; después llegó León, sin entender. Como pude le dije a mamá lo que había pasado. Sé, porque lo vi, que le costó contener la risa, pero al ver mi seriedad, se esforzó por explicarme la curiosidad natural de las vacas y además, para mi consuelo, que esa era una estúpida y la iba a ligar por asustarme. Le creí, me tranquilizó, tomé con gusto el jarro con agua fresca que sacó de la bomba. La vaca, la estúpida, todavía estaba allí, mirando detrás del alambrado. Mamá barría el patio, joven, guapa, comprensiva.
Durante muchos años soñé con vacas persiguiéndome, siempre hasta ahí, hasta muy cerca, o levantando vuelo, o despertando asustado. Aquella estúpida había dejado su huella; la estoy viendo, como la vi aquella vez desde el borde del aljibe.
Los animales son una presencia vital entre los campesinos. Dejan en nosotros su sonido, su olor, se personifican en los juegos y en las tareas cotidianas, como Biyú y León, compinches de los niños cuyo destino estaba en la ciudad. Se vivía mal en la chacra, con la sola energía del molinete, el ordeño a mano, los caminos pantanosos, la escuela ausente.
Aquel día que me llevaron por última vez a Rafaela, saludé hacia atrás a mamá y su delantal, a la Luli y su capotita blanca y al vano intento de León y Biyú por alcanzar al Ford A y su polvareda. Mucho tiempo después me dijeron que el cuzco compañero tuvo un mal fin en el camino. León, el resistente, peludo, grandote, manso guardián de nuestros juegos, murió -dicen- de tristeza por la ausencia.
Yo no sé si los animales próximos tienen tristeza, añoranza, pena, desarraigo. Creo que no, que es otra cosa. Como sea, morimos de algún modo la ruidosa cortitrilla, la vaca curiosa, el cuzco, León y tres hermanos que llenaron su infancia allá en el campo.

Las tormentas

Mi madre le tenía mucho miedo a las tormentas; mi padre estaba obligado a restarles importancia ante nosotros; en el campo se veían venir de lejos. A los primeros relámpagos, corríamos a juntar las gallinas y la ropa tendida y atar los caballos por si hacía falta salir por barro.
Al pasar con el sulky, Evaristo Pugliotti le advertía a mi padre "cur Nito, cur. Pièu". Los Pugliotti eran nuestros vecinos. El "pare" Veraldo, Marietta y sus hijos Evaristo, Pinino y la Elvira, gente de visitas frecuentes, de sacar de apuros.
Mi madre se agitaba de un lado para el otro, a cada minuto miraba por la puerta mampara del oeste, desde donde se veía la quinta, la pila de leña, el patio con el gallinero y, alambrado mediante, la parva.
Cuando ya se oían los truenos muy cerca, ella hacía una incursión por el territorio de las supersticiones: una cruz de sal gruesa apuntando hacia la tormenta y un hachazo en el medio. Allí, frente a la puerta. Inmediatamente después nos llevaba debajo de la mesa del comedor, una especie de fortaleza que nos protegía y nos contagiaba el miedo. Desde allí veíamos, a contraluz de los relámpagos, las dos siluetas protectoras de nuestros padres moviéndose nerviosamente. El Petromax hacía rato que no alumbraba.
Lluvia, viento, la vela que se inclinaba y volvía, la que el cura bendijo para la Candelaria y que se guardaba para estas ocasiones. Con la llegada de los truenos, nuestros índices apretaban las orejas, cerrábamos con fuerza los ojos y levantábamos los hombros. No sabemos qué sentido tenían estos dos últimos movimientos pero nos ayudaban a interceptar la feroz embestida de los rayos.
La tormenta pasaba. Siempre pasaba. A veces antes, a veces después. Con la calma, todos arrodillados junto a la cama, las manitos juntas a la luz vacilante de la vela, rezábamos guiados por mamá, en acción de gracias porque nada feo había ocurrido. Y dormíamos en paz; el Nito, Claudina, Néstor, la Luli y yo. Ya no quedaban rastros de la cruz de sal y la vela guardó su fueguito para otra vez.
Mi padre, por su parte, esperaba el amanecer para constatar si había ramas rotas, si el molino había aguantado, si algún novillo había sido tocado por el alambre transmisor de un rayo; luego era tiempo de ordeñar, juntar los dos caballos para la chata que llevaría los tachos hasta la cremería, tomar su café con leche en el tazón, junto al pan con manteca, y salir, como cada día.
Los poetas han descripto tantas veces bucólicas estrofas a la vida campesina; todas ellas tienen el color de lo que bien se describe, muy pocas alcanzan a tocar la sensación de haberla vivido.

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