Por Alcides Castagno
Estaba en esa esquina. Esperaba que el semáforo le dé rojo para lucir el vuelo de sus clavas, o que la vida le dé el verde necesario para seguir un poco más adelante. Después pasaba, inclinado, humilde sin humillación, por una pequeña recompensa voluntaria. Aquella mañana yo no tenía monedas. Le toqué la mano y le dije "hoy no tengo, perdoname". El tipo me devolvió una sonrisa muy grande, tan ancha, la acompañó con el pulgar y me dijo que tenga un buen día. Allí me enseñó lo que yo no sabía. Ese contacto de piel y sonrisa me acompañó siempre con él. Lo encontraba en el anfiteatro cuando yo me recreaba caminando y él, oliendo a alcohol y tarde moribunda, esperaba lo que sienten los que no tienen esperanza. Se repetía el rito: mano abierta, un hola suelto, contacto de piel y la sonrisa, la impecable sonrisa limpia que llevaba de regalo.
Una noche se perdió entre los espacios donde no todo es bueno, ni todo santo, ni nada confortable. Allí el alcohol que le torcía las clavas en el aire lo trenzó con la inconsciencia o no sé qué. Las crónicas dijeron de alguien atacado por el piso entre restos de madera y chatarra y el incendio final. Sin dar vueltas ni vueltas, cayó un pobre tipo más y un tipo pobre menos. El fuego le creó un infierno momentáneo, como si no hubiera tenido suficiente. En el medio del humo pareció escucharse "hoy mismo estarás conmigo en el paraíso". Muchacho malabarista del semáforo, no te di lo que debí darte a tiempo, aunque me regalaste la sonrisa que aquí tengo. Ni siquiera gracias te dije. Te las voy a dar. Te prometo. Será el día en que, si llego al cielo, tu mano revolee clavas, abra la puerta y diga: Oiga Jefe, déjelo pasar, es un amigo.
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