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Nacionales

Por qué Horacio

Porque Juntos por el Cambio no debe convertirse en una nueva coalición conservadora, sino seguir fiel a su espíritu original, superador de las antinomias y enfocado en la gestión.

Desde 2003, cuando comenzó su historia, he votado a los candidatos del PRO. Diez años después, me acerqué a participar y sus puertas se abrieron para mí. Comencé a colaborar con el equipo de comunicación y estrategia que lideraba Marcos Peña. El objetivo era tan concreto como complejo: que Mauricio Macri fuera electo presidente en 2015. Desde aquellos primeros pasos, entendí que el PRO, como tantos otros partidos políticos, era un tronco con dos grandes ramas.

De un lado, la mirada está puesta en el futuro. En dejar atrás la lógica de la confrontación política extrema planteada por el kirchnerismo para construir algo nuevo, moderno, próximo, positivo y optimista. Desde la otra rama del árbol las cosas no son vistas con los mismos ojos. Para la otra parte de nuestra familia política, el sueño ha estado y sigue estando en la restauración de un orden perdido. Como ningún otro político, Mauricio Macri encarnó la síntesis perfecta de algo que parece un oxímoron pero no lo es: modernidad y conservadurismo. Algunos nos apoyamos más sobre una rama y otros, más en la otra. Pero entonces sucedió algo que nos cambió para siempre: tuvimos que gobernar. La nación, la ciudad y la provincia de Buenos Aires a la vez. A partir de entonces no hubo tiempo disponible para este tipo de disquisiciones ideológicas. Estuvimos demasiado ocupados intentando sacar el carro del barro.

Concluido el mandato, surgieron los “obispos que quieren ser Papa”, como bromeaba Macri cuando los periodistas le preguntaban acerca de sus posibles sucesores. Mientras tanto, se realizaron innumerables balances sobre el gobierno de Cambiemos entre 2015 y 2019. Para algunos, el problema estuvo en haberse quedado “a mitad de camino”. Para otros, habíamos avanzado mucho más de lo que las condiciones políticas permitían imaginar. ¿Hubo errores? Por supuesto. ¿Hubo aciertos? Por supuesto. El juicio sobre la experiencia del gobierno es decisivo para entender buena parte de los posicionamientos que se hicieron más evidentes después.

¿Fue el gobierno demasiado rápido o fue demasiado lento? ¿Podría haber sido de otra manera? Se ha escrito mucho, también en Seúl, sobre este tema. La rama conservadora de nuestro árbol señaló en más de una ocasión sus diferencias con la estrategia política y de comunicación que tuvo el gobierno. Para sus voceros, la culpa fue de los que no habían aceptado la necesidad de definiciones ideológicas contundentes y de acciones más enérgicas. El problema, según su visión, fueron (¿fuimos?) los “tibios”. Bien, pienso lo contrario. Llegamos demasiado lejos. Desafiamos un orden político construido a lo largo de décadas. Nada fue en vano.

Ahora nos preparamos por primera vez para dirimir la candidatura presidencial de Juntos por el Cambio entre un hombre y una mujer del PRO. La disputa interna es oportuna ya que permite expresar tanto nuestros acuerdos como nuestros disensos de la manera más civilizada posible. La discusión involucra innumerables cuestiones. “¿En qué se ha convertido nuestra identidad?”, se preguntaba Rosendo Grobocopatel en Seúl la semana pasada. Su pregunta es una de las que más me interesa.

Perdida aquella unidad inicial, las dos partes de la familia se enfrentan ahora en las urnas. El grupo conservador se volvió, para mi criterio, un poco más conservador y construyó su estrategia de campaña a partir del viejo concepto de “orden”. Es el orden lo que, según ellos, se ha perdido, y la tarea del PRO y de sus aliados en Juntos por el Cambio debe ser su restauración. En lo posible, de manera inmediata y, de ser necesario, con la gente en las calles. Algunos piensan y se ilusionan creyendo que, de aquel Juntos por el Cambio derrotado en 2019, ha nacido, finalmente, el gran frente argentino de derecha que añoraban. El partido del orden y de la fuerza, literalmente. Una fuerza maximalista que, si no es capaz de cambiarlo todo, prefiere no cambiar nada. Aquí tampoco estoy de acuerdo.

El PRO fue siempre, antes que ninguna otra cosa, un partido de gestión. Un partido integrado por personas que buscan resolver problemas y mejorar la vida de los ciudadanos. No tiene un patrón ideológico preciso. No es posible encuadrarlo dentro de los espacios tradicionales de la política. Más bien ha sido, al menos hasta ahora, post-ideológico o post-político. Como se llame, se trata de otra cosa. No se parece a otros partidos populares ni carga con un santoral de luchas épicas del siglo pasado. Para mí, ésta es una de sus virtudes. Ninguna etiqueta le resulta cómoda. El PRO no es, o no debería ser, o no debería convertirse, al menos en mi opinión, en el partido conservador del siglo XXI. De igual manera, Juntos por el Cambio tampoco debería convertirse en una coalición de derecha. No somos ni fuimos eso.

Por qué Horacio

Voy a votar por Horacio Rodríguez Larreta por varias razones. Primero, porque sigue creyendo que la buena gestión es lo más importante que tiene por delante un gobernante a la hora de honrar su compromiso con quienes lo eligieron. Se trata de hacerlo bien. De nada sirve ninguna ideología o marco narrativo si se gestiona mal. Se trata de cambiar las cosas sin romperlo todo en el intento. Sé que algunos desacreditan la gestión como si se tratara de algo menor. Yo pienso que no es así. La gestión es prácticamente todo. Administrar bien los recursos del Estado es extraordinariamente complejo. Hay que saber. No alcanza con haber gestionado bien un ministerio. La experiencia de la administración en su conjunto es importante y decisiva.

Otro elemento que juega a favor de Larreta y del espacio que representa dentro del PRO y de Juntos por el Cambio es que no comparte los prejuicios políticos o ideológicos de sus adversarios internos. Tiene la capacidad necesaria para sentarse a conversar con todos. Algunos ven en esto un defecto. Yo veo ahí una ventaja. Es más inteligente el que conversa con los que piensan diferente que aquellos que se encierran en su burbuja de auto-confirmación y autosuficiencia. Gobernar es gestionar pero también es dialogar. Cuando escucho o leo a algunos de los nuestros rechazar el diálogo como si fuera un anatema, siento escalofríos. Si no es dialogando, ¿cómo imaginan gobernar?

Sé que existen muchas personas honestas que piensan que no se debe hablar con los que no piensan como nosotros. Perciben en quienes lo proponen ingenuidad y candidez, en el mejor de los casos. O traición y mala fe, en el peor. Y enumeran sus motivos, como si el hecho de sentarse a conversar pudiera significar en sí mismo una abdicación de valores, principios o convicciones. Afortunadamente, Larreta no piensa así y éste es, para mí, otro punto a su favor. Podemos destinar los próximos 40 años a repetirnos a nosotros mismos lo malos que han sido todos los demás. El problema es que seguiremos estando igual sin que nada haya cambiado.

Prefiero a Larreta porque piensa la política como un proyecto posible de cooperación entre fuerzas y personas diferentes y no como una guerra. Su idea de “sumar y sumar y sumar” parte de ahí. Todos son bienvenidos mientras estén en el marco de la representación y la política democrática. Todos tienen algo que aportar al proyecto colectivo de nación. El sentido último de su acción política no pasa ya exclusivamente por la derrota del kirchnerismo. Ganar las elecciones es apenas un medio para cambiar las cosas y no un fin en sí mismo. En 2015, la campaña presidencial de Mauricio Macri proponía “unir a los argentinos”. El objetivo de la política sigue siendo el mismo. Debe ser la transformación y la modernización de la Argentina y no una convocatoria a profundizar la división para vivir en estado de conflicto permanente entre justos y réprobos. La utopía larretista es el “punto de inflexión”. Dejar de caer y comenzar a subir. No consiste en volver a ningún pasado mítico sino en avanzar hacia el futuro. Para hacer eso también hace falta coraje. Pero no para dominar al otro, sino para convencerlo y, eventualmente, sumarlo.

También votaré por Horacio porque no es conservador. Parafraseando con sarcasmo al poeta Allen Ginsberg, yo también “he visto a las mentes más brillantes de mi generación destruidas por la locura”. Soy sincero, no tengo nada que ver con personas o sectores que promueven posiciones extremas, fanáticas o fundamentalistas. Tal vez estemos viviendo un efecto tardío de las presidencias de Donald Trump y Jair Bolsonaro. O de las irrupciones de Javier Milei, José Antonio Kast, Giorgia Meloni y el partido VOX, entre otros ejemplos. Quizás se deba a una intoxicación masiva de los discursos saturados de agresividad que proliferan en las redes sociales. En tiempos recientes, vi ponerse de moda ideas profundamente reaccionarias. Vi a algunas personas inteligentes derrapar y pasar a sostener y defender valores y premisas de ultraderecha sólo por su despecho con el universo cultural progresista. Mi posición es simple: que el progresismo esté en problemas no significa que la solución esté en la barbarie. Ni acá ni en ningún otro lado. Prefiero la moderación ante cualquier extremo. Nuestro país ha oscilado en numerosas ocasiones de un lado al otro. Elijo la previsibilidad sobre el salto al vacío.

Prefiero también a Horacio porque no es antiperonista. Mariano Grondona solía repetir que la Argentina tiene dos problemas enormes: uno es el peronismo, el otro es el antiperonismo. Conozco la visión gorila porque la he experimentado. Es extraordinariamente naif. Se trata de la repetición de un mantra que dice que la culpa de todo lo que está mal la tiene el peronismo. Es una ilusión basada en la idea, un tanto autoritaria como mínimo, de que el mundo –o la Argentina– sería un lugar mucho mejor si el peronismo no existiera, no hubiera existido o no fuera a existir nunca más. Quizás este pensamiento y su opuesto simétrico, expliquen buena parte de nuestro estancamiento.

Prefiero a Horacio porque cree que los cambios se construyen y se consolidan a través de acuerdos. En eso que sus críticos cuestionan, yo veo eficiencia. Desconozco cuál es la alternativa al acuerdo que postulan quienes se oponen a los consensos con unos u otros para definir políticas, leyes o reformas. Si no hay acuerdos, sólo hay fuerza e imposición. No es sino lo que el kirchnerismo ha intentado hacer una y otra vez. ¿Cómo se construyen las mayorías que requiere nuestra Constitución Nacional para gobernar si no es a través de acuerdos? Se trata de un dilema tan antiguo como la política. La intransigencia puede ser simpática en las redes sociales. Pero si el resultado de la intransigencia es el fracaso o el retroceso permanente, prefiero pasar.

La elección del 13 de agosto servirá para determinar quién tendrá a su cargo la representación de un espacio heterogéneo y diverso, conformado por múltiples tradiciones políticas, ideológicas y personales. La responsabilidad de quien se alce con la victoria, no será otra que la de contener y representar a todos. Las dos ramas del árbol medirán sus fuerzas ante la sociedad y en buena hora que así sea. Una vez contados los votos, será fundamental para todos tener presente que, más allá del peso de cada rama, el árbol deberá seguir siendo uno solo: el del cambio que nos merecemos. Solo así podrá dar sus mejores frutos.

(Fuente: seul.ar)

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