08.38 La motivación de la organización para matar al sindicalista clave para el dispositivo político de Perón en su regreso al país en 1973. Cómo fue la preparación del plan y por qué la información del colegio de su hija Claudia publicada en una revista resultó vital. Anatomía de un crimen político que rompió la débil convivencia del peronismo de los años ‘70. Primera parte.
José Ignacio Rucci fue muerto a balazos el mediodía del martes 25 de septiembre de 1973 cuando salía de una casa de la calle Avellaneda, en el barrio de Flores. Dos autos de su custodia lo esperaban en la puerta para trasladarlo a un canal de televisión. En ese momento, el general Juan Domingo Perón permanecía en la residencia presidencial de Olivos. Hacía dos días que acababa de ser electo presidente por tercera vez. Había obtenido casi el 62 por ciento de los votos.
Volvía al poder después de diecisiete años de exilio.
Rucci, ex obrero metalúrgico y delegado de la fábrica de cocinas y estufas CATITA, conducía la Confederación General del Trabajo (CGT) desde 1970. Era el hombre del sindicalismo ortodoxo que más había bregado por el regreso de Perón, quebrando incluso las dudas iniciales de su propio sector.
A diferencia de su antecesor, el metalúrgico Augusto Vandor, que aspiró a un proyecto sindical autónomo y fue ultimado en 1969, Rucci promovía el “peronismo con Perón”. Era un dirigente al que el Líder, desde su exilio, consideraba clave para subordinar las estructuras sindicales bajo su conducción en un futuro gobierno.
Ese tiempo había llegado. Pero dos días después del triunfo electoral de Perón, Rucci estaba muerto.
“Estos son los responsables de la matanza”: los siete blancos
El atentado se decidió poco después de la masacre de Ezeiza. Aquel día, el 20 de junio de 1973, la débil convivencia política entre la izquierda peronista y la ortodoxia justicialista con la que Perón había organizado su regreso acabo por romperse.
Perón iba a hablarle al peronismo en su conjunto. Más de un millón de personas marcharon hacia Ezeiza para recibirlo en su regreso definitivo al país. Pero una balacera que se inició desde el palco, controlado por la ortodoxia, provocó una todavía indeterminada cantidad de muertos y heridos —se estima que los muertos fueron trece, y más de trescientos los heridos—. También hubo secuestros y torturas en las habitaciones del Hotel Internacional de Ezeiza. Ese fue el resumen de la jornada. Y entonces no hubo recibimiento ni fiesta popular, ni tampoco habría ya más espacio para los matices políticos en el peronismo: o se estaba de un lado o se estaba del otro.
Montoneros consideró que había sido “emboscado” por la ortodoxia y prometió castigo contra los que le habían “tendido la trampa”. Eran sus enemigos. Los caracterizó como los reaccionarios, los traidores del Movimiento al servicio del continuismo y la dependencia. Los que habían impedido el reencuentro histórico de Perón con la Juventud Peronista e intentaban alejarlo del pueblo y del “socialismo nacional”.
A Montoneros todavía le resonaban las palabras que Perón había plasmado en la Actualización Política y Doctrinaria para la Toma del Poder, formulada en 1971, en la que se había comprometido a promover a la juventud y otorgarle un rol decisivo en la etapa histórica.
“Hay una nueva generación que está esperando y, por eso, yo vengo hablando de la necesidad del trasvasamiento generacional. Junto con la organización debe venir un cambio, porque si no el Movimiento envejecerá y terminará por morir como todo lo que es viejo. Entonces, para evitar ese proceso, está el camino orgánico y el camino del remozamiento del Movimiento, por cambio generacional. La gente joven tomará ahora nuestras banderas y las llevará al triunfo”.
Montoneros denunció que “los traidores” del Movimiento querían aislar a Perón de su pueblo. Entonces los señaló y se decidió a eliminar ese “cerco”. Se imprimieron afiches con las fotos de José López Rega (ministro de Bienestar Social), Lorenzo Miguel (jefe metalúrgico y secretario de las 62 Organizaciones Peronistas), Jorge Osinde (secretario de Deportes del Ministerio de Bienestar Social), Alberto Brito Lima (dirigente peronista), Norma Kennedy (dirigente peronista) y José Rucci (jefe de la CGT).
Y debajo de cada foto, la leyenda: “Estos son los responsables de la matanza de Ezeiza”. El afiche estaba impreso sobre un fondo negro.
Rucci había visto por primera vez a Perón en Madrid en el año 1971. Se presentó como titular de la CGT. Desde entonces se disciplinó bajo la conducción del Líder y aceptó todas sus directivas para el retorno.
Los gremios clasistas caracterizaban a Rucci como el símbolo de una dirigencia corrupta que manipulaba a las bases obreras e impedía la democracia participativa en las fábricas. La misma opinión tenía Montoneros, que había creado la Juventud Trabajadora Peronista (JTP) para involucrarse en la lucha gremial con cuadros propios.
Rucci siempre había intentado neutralizar el avance de los gremios clasistas, combativos y de la izquierda peronista, pero tenía carisma y sentido de la oportunidad. En febrero de 1973, cuando Héctor Cámpora era candidato a presidente, debatió en el programa televisivo “Las dos campanas” sobre la clase obrera con el dirigente clasista Agustín Tosco. Allí se declaró admirador de la revolución cubana. Expresó: “El peronismo no es un movimiento estático. Evoluciona, y dentro de esta evolución da lugar a un proceso que va a terminar en el socialismo nacional”.
La coexistencia bajo las banderas del regreso de Perón, sin embargo, se terminaría después de Ezeiza.
Una condena a muerte sin hora, fecha ni lugar
Un grupo comenzó a seguir a Rucci en julio de 1973. Sólo lo vieron tres veces; las tres veces, de espalda. La cuarta vez lo vieron a través de la mira de distintos fusiles. Y lo mataron.
A Rucci lo siguieron miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y de Montoneros. En ese tiempo, las FAR estaban cerrando los detalles finales para integrarse a Montoneros. Y entre los miembros de las dos organizaciones guerrilleras existía una implícita competencia por ganar espacios, que se instrumentaba con afiliaciones, formación de cuadros políticos y realización de operaciones militares. Pero ya actuaban en conjunto.
El grupo operativo que tenía la misión de matar a Rucci poco sabía de cómo se movía su objetivo, pero disponía del tiempo y la logística necesarios para consumar la operación.
En una revista Gente de junio de 1972, se enteraron de que tenía una casa en Ramos Mejía, en el oeste del conurbano bonaerense. El reportaje se titulaba “Diálogo con un condenado a muerte”. Rucci decía que no se consideraba un valiente ni había sacado “diploma de cobarde”. Sólo tenía el temor de no ver la cara de sus asesinos. Si alguien iba a matarlo, suponía, “son fuerzas extranjerizantes, ajenas a los intereses del pueblo”.
El periodista concluía que “la condena a muerte” no tenía hora, fecha ni lugar. Podría suceder en diez minutos, diez horas, diez días o diez meses. “O inclusive nunca. Ese ‘nunca’, aunque parezca mentira, no sirve para menguar ni el agobio ni el suspenso”.
La foto de Rucci en la calle, con las casas desenfocadas a los costados, fue una referencia para que el grupo lo buscara en ese barrio. Pero nunca encontraron una imagen parecida. La revista aportaba otro dato que iba a resultar decisivo para la operación: el colegio al que asistía la hija del jefe de la CGT. Claudia Rucci, de 9 años, estudiaba en el “Instituto Almirante Guillermo Brown” de Haedo y ya era actriz. Trabajaba en una tira de Canal 9.
Luego de rastrear por las calles de Ramos Mejía, el grupo de inteligencia empezó a buscar señales de Rucci en la CGT. En julio de 1973, Rucci dormía en un departamento de dos ambientes construido sobre la terraza de la sede sindical, enfrente de la Facultad de Ingeniería, en el bajo porteño.
El edificio era de difícil acceso.
La seguridad de la CGT estaba compuesta por un hombre armado que se paraba detrás de una puerta de hierro. Había otro que custodiaba los movimientos del ascensor. Si se superaban esos dos obstáculos y se alcanzaba el último piso del edificio sindical, había que subir un piso más por la escalera y superar una puerta metálica. Detrás de la puerta había una habitación en la que vivían tres custodios. Y después, tras un largo pasillo, se llegaba al departamento donde dormía Rucci.
En verano, el jefe de la CGT solía atender a sus visitantes en ojotas, short, camisa; tenía siempre en su heladera Siam una cerveza que ofrecía a sus visitantes. En la pared, junto a los cuadros de Perón y de Evita, tenía colgada una carabina española. Durante varias semanas, distintos miembros del grupo de inteligencia que buscaba localizar a Rucci caminaron las veredas de la calle Azopardo. Memorizaban los últimos números de las patentes de los autos estacionados y luego, cuando estaban más alejados, las anotaban en un cuaderno.
Para una observación más rigurosa, empezaron a ubicar una o dos camionetas enfrente o en diagonal a la central obrera. El conductor estacionaba el auto y se iba, pero dejaba oculto en la caja trasera, cubierto por una lona verde, a un hombre acostado en un sobretecho de madera, que continuaba anotando números de patentes de los autos, y observando los movimientos en la puerta de la CGT.
El mismo procedimiento se realizaba desde un agujero en el baúl de un Peugeot, o desde un periscopio colocado en un falso parlante de su luneta trasera.
El grupo había dividido las tareas de inteligencia en turnos de ocho horas. Luego de ese tiempo, volvía el conductor y se llevaba el vehículo. Por la noche, otro miembro se ubicaba con un largavista en una oficina que le abrían en la Facultad de Ingeniería y, tras las tareas de observación, se marchaba por la mañana.
En ese tiempo, una información que llegó al ámbito de inteligencia indicaba que Rucci dormía en un departamento de Marcelo Torcuato de Alvear al 500, frente al hotel Plaza. Durante varios días estacionaron frente al edificio señalado una Citroneta con las ventanas de la caja cubiertas de planchas de cartón. No hubo novedades.
Durante un mes, los cuatro hombres que realizaban la inteligencia sobre Rucci no aportaron ningún resultado significativo. No conocían su agenda de actividades ni el auto en que se movía. Ni siquiera lo habían visto. Solo habían recopilado en varios cuadernos los números de chapas de patentes de autos que estacionaban en la cuadra de la CGT.
Los ganaba el desánimo.
Entonces, sus jefes les permitieron unos días de distracción en el balneario de Miramar. Hicieron prácticas de tiro en playas alejadas.
El nuevo esquema de poder después de Ezeiza
El enfrentamiento entre las facciones antagónicas en el peronismo produjo la caída del presidente Héctor Cámpora, que había asumido el 25 de mayo de 1973. Pudo gobernar sólo durante cuarenta y nueve días. Perón lo había designado al frente del Movimiento Justicialista para las elecciones del 11 de marzo, pero ni durante los días previos a su asunción ni durante su gestión le brindó respaldo político.
Cuando regresó al país, Perón visitó a José López Rega en el Ministerio de Bienestar Social, pero no cruzó a la Casa Rosada a saludar al Presidente. En la visión de Perón, consolidar a Cámpora implicaba también un gesto de apoyo hacia Montoneros y a sus distintos frentes de la Tendencia Revolucionaria.
El Líder prefería que el estado de movilización popular -que había sido clave para desgastar al gobierno del dictador Alejandro Agustín Lanusse y llegar a las elecciones de marzo-, no continuara.
Una vez en el poder, el peronismo volvía a su sentencia clásica: “De casa al trabajo y del trabajo a casa”.
En la noche del 20 de junio, horas después de la masacre de Ezeiza, en un mensaje por cadena nacional, Perón trazó los límites de la nueva coyuntura.
“Los que ingenuamente piensan que pueden copar nuestro Movimiento o tomar el poder que el pueblo ha reconquistado se equivocan. […]Por eso deseo advertir a los que tratan de infiltrarse en los estamentos populares o estatales, que por ese camino van mal. A los enemigos embozados y encubiertos o disimulados, les aconsejo que cesen en sus intentos porque cuando los pueblos agotan su paciencia suelen hacer tronar el escarmiento”.
Para el General, Montoneros había sido una de las herramientas tácticas más eficaces de su dispositivo. La más activa para desgastar a las Fuerzas Armadas y comprometerlas con el proceso eleccionario. La que tenía que poner el cuerpo en esa lucha. Pero, después de la victoria electoral, el plan político ya era otro. Ahora propendía hacia la institucionalización democrática del país, con acuerdos de gobernabilidad entre gremios, empresarios, partidos políticos e incluso las Fuerzas Armadas.
“Socialismo nacional”, “guerra revolucionaria”, “guerra de guerrillas” y otras enunciaciones que embanderaron su regreso, eran, hacia julio de 1973, un eco testimonial que empezaba a quedar lejos del núcleo de poder del Movimiento Justicialista. Después de Ezeiza, Montoneros, y la Tendencia Revolucionaria, empezaron a convertirse en grupos inorgánicos.
Forzado por ese nuevo clima, aturdido por el silencio que le dispensaba Perón y sin capacidad para controlar las confrontaciones internas del peronismo, que disputaba las dependencias oficiales para controlar el aparato gubernamental, Cámpora le entregó la renuncia a Perón el 4 de julio de 1973, cuando este, convaleciente de un infarto, permanecía en su mecedora en el primer piso de la residencia de Gaspar Campos, en Vicente López.
Los médicos habían sugerido internar a Perón y alejarlo de la política para preservar su salud. Pero su esposa, Isabel, y López Rega consideraron inoportuno el consejo, en vista de la campaña electoral de los próximos meses. El justicialismo en el Parlamento se ocupó de sortear los escollos institucionales para que Raúl Lastiri accediera a la Presidencia. Su crecimiento político en los últimos meses había sido fulminante. Su suegro, López Rega, había logrado introducirlo en la nómina de candidatos a diputados para que su hija, en el futuro, obtuviera una pensión del Estado (“Tiene cáncer de ganglios”, argumentaba). Y Cámpora lo designaría máxima autoridad de la Cámara en virtud de que Lastiri no molestaba a nadie y Perón lo consideraría como otro gesto de cortesía hacia él.
En julio, con Cámpora ya fuera de circulación y Lastiri en la Presidencia, Montoneros perdió espacio político en el nuevo esquema de poder, pero no se resignaba.
Lo observaría el jefe de Montoneros, Mario Firmenich, en una conferencia de prensa en septiembre de 1973.
“El poder político brota de la boca de un fusil. Si llegamos hasta aquí ha sido en gran medida porque tuvimos fusiles y los usamos. Si abandonáramos las armas retrocederíamos en posiciones políticas. En la guerra hay momentos de enfrentamiento, como los que hemos pasado, y momentos de tregua en los que cada fuerza se prepara para el próximo enfrentamiento”.
Un Torino gris, la primera pista
Con el paso de los días, la orden de atentar contra Rucci se mantuvo sin modificaciones. Cuando el grupo de inteligencia que lo buscaba volvió de las playas de Miramar, vio al titular de la CGT por primera vez.
Fue durante pocos segundos.
Rucci estaba de espalda, protegido por guardaespaldas, ingresando a una reunión del Consejo del Partido Justicialista en la calle Córdoba. La información del evento se había obtenido de los diarios.
Al poco tiempo, abandonaron la CGT y empezaron a investigar el otro dato: el colegio donde estudiaba su hija, en Haedo. A pesar de que la veían en la televisión, no podían distinguir su cara entre los cientos de estudiantes que salían del colegio. Al cabo de unos días, a un miembro del grupo le llamó la atención un Torino gris. Su patente coincidía con otro vehículo de la CGT. Y enseguida vieron subir a la hija de Rucci. Siguieron el auto por la avenida Rivadavia hasta su ingreso a la Capital Federal. Allí lo abandonaron para no despertar sospechas.
En días sucesivos, siguieron al Torino a cierta distancia con distintos vehículos. Una vez llegaron hasta Canal 9, donde la hija del jefe sindical grababa “Jacinta Pichimahuida”. En otra oportunidad, el destino fue la calle Avellaneda, en Flores, a media cuadra de la avenida Nazca. Allí lo supieron: Rucci vivía con su esposa y sus hijos en una casa de propiedad horizontal, en Avellaneda 2953.
Se la había prestado el empresario Antonio Iannone. (Infobae)
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