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De Lole Reutemann a Franco Colapinto: el mismo equipo, la misma bandera, y una pasión fierrera a través del tiempo

Hace 42 años, el santafecino largaba en el top 10 del GP de Brasil, en la que sería su despedida de la Fórmula 1. También con un Williams, también argentino.

Brota la emoción. Aflora la incredulidad. ¿Cómo es posible que un chico de 21 años, que nunca corrió en el endiablado circuito de Bakú, haga lo que hizo Franco Colapinto? ¿Por qué alguien que está en su segundo fin de semana oficial de Gran Premio de Fórmula 1 dé una muestra de carácter detrás de otra? Después de golpe en la primera tanda de ensayos, dañando el Williams, cualquier otro hubiera sido más conservador. Pero Colapinto fue fiel a su esencia, sorprendió a todos y al día siguiente, en la clasificación, rompió todos los esquemas, metiéndose primero en la Q 2, después en la Q 3 y obteniendo el 9° lugar en la parrilla de salida para el GP de Azerbaiyán de este domingo. Como si todo lo que vivió en apenas cuatro semijornadas de simulador para conocer el intrincado dibujo de la ciudad donde nació el célebre Garry Kasparov hubiesen sido bien reales, in situ.

Colapinto rompe los manuales. Lo esperábamos, con lógica, por el fondo del pelotón, sumando experiencia (valiosa) en las nueve benditas chances que le proporcionó James Vowles, el hombre que desafió a su exjefe en Mercedes (Toto Wolff) y que lo eligió por sobre un piloto con más recorrido como Mick Schumacher. ¡Y con apellido! Y de pronto, en la segunda carrera, nomás, pone la bandera argentina otra vez dentro de los diez mejores de una largada. Pasaron 42 años desde la última pincelada de Carlos Reutemann, el piloto al que todos aprendieron a valorar una vez que se retiró y que era motivo de chanzas por no haber concretado algo que merecía: el título mundial. Sí, más de cuatro décadas. ¡Una vida! En el medio, ni Oscar Larrauri, ni Norberto Fontana, ni Esteban Tuero ni Gastón Mazzacane lograron lo que acaba de conseguir Colapinto.

Vale ese solo dato para poner en contexto lo de Colapinto. Eran otros tiempos los de la Fórmula 1. Sólo repartía puntos para los seis primeros: 9, 6, 4, 3, 2 y 1, en ese orden. No había punto extra para la pole ni para la vuelta más veloz en carrera. No existía el DRS ni eran obligatorios y/o necesarios los cambios de neumáticos, salvo casos de fuerza mayor, obvio. Era mucha muñeca e inteligencia, la que le sobraba al Lole, el santafecino de hablar pausado y de palabras justas, medidas. Después de Juan Manuel Fangio, Froilán González y los hermanos Oscar y Juan Gálvez, el piloto que más cautivó a los amantes de los fierros en un país fierrero como el nuestro.

Por eso, cuando en Las Vegas 1981 se lo vio irse del circuito callejero totalmente quebrado, desconsolado por haber perdido en esa última carrera el título en manos del brasileño Nelson Piquet, sintió como nunca la traición desde adentro. Desde Williams. Sí, el mismo equipo que hoy le dio la chance a Colapinto. A Lole no le perdonaron la desobediencia en el GP de Brasil de esa temporada, cuando no le cedió la victoria bajo la lluvia en Jacarepaguá a su compañero de equipo, el australiano Alan Jones. Y entre Frank Williams (dueño) y Patrick Head (director de equipo) se hicieron un inexplicable gol en contra. Jones era el campeón de 1980. Reutemann debió ser el de 1981. Le regalaron el título a Brabham, a Piquet, por decisiones erróneas de equipo.

Reutemann, Piquet y Jones, los protagonistas de aquel campeonato de 1981 que debió ser de Lole
Reutemann, Piquet y Jones, los protagonistas de aquel campeonato de 1981 que debió ser de Lole

Ese día de Las Vegas, todos pensaron que Reutemann no volvería a subirse a un Fórmula 1. Tenía ya 39 años y acababa de sufrir la mayor frustración de su vida. Se fue el campo. Masticó la bronca, compartió momentos en familia y con los amigos más cercanos. Decidió seguir. En definitiva, tenía uno de los mejores autos de la categoría. En rigor, siempre los había tenido: por eso lo eligieron, además de Williams, Brabham y Ferrari. Un lujo de piloto. De los que cuidaba el auto y pensaba al milímetro cada prueba, cada curva, cada recta. Cada ensayo.

Arrancó la temporada 1982 en el circuito de Kyalami, en Sudáfrica. Ese 23 de enero, ganó el francés Alain Prost, con Renault. Y Lole se subió al podio, en un extraordinario segundo lugar. Un impulso anímico invalorable para ese aparente volver a empezar. Ya su compañero no era Alan Jones, el foco de conflicto del año anterior, porque los pilotos de F.1 tienen mucho de eso: no les gusta ser menos que su coequiper. Lo había reemplazado un finlandés: Keke Rosberg, cuyo hijo, Nico, le seguiría los pasos décadas más tarde y se pelearía nada menos que con Lewis Hamilton. ¿Sería el 1982 el año de la revancha para Reutemann?

El fin de semana del 19 al 21 de marzo, el Gran Circo de la velocidad regresó al circuito de Jacarepaguá. Para Lole eran muchos recuerdos. La decisión que marcó su vida deportiva: cuando eligió no regalar lo que era suyo, a sabiendas de que podían pasarle factura. Era un momento crucial, aunque pocos lo intuían. Nadie pensaba, seriamente, que pasaría lo que pasó. En la clasificación, Prost siguió explotando al máximo el potencial de su Renault. Detrás se ubicó el canadiense Gilles Villeneuve con la Ferrari y quien fue uno de los colegas más apreciados por Lole cuando fueron compañeros de equipo en el team italiano. Tercero, Rosberg, con el Williams. Y sexto, Reutemann, con el otro auto de la firma inglesa.

A pesar de haber alcanzado la punta de la carrera en algún pasaje, en la vuelta 21 el Williams se tocó con el Renault del francés René Arnoux y ambos abandonaron la competencia. Lo que vino después fue pura incertidumbre porque Lole estaba inubicable. Nadie lo había visto. “¿Dónde está?”, se preguntaban los mecánicos, mientras Prost se llevaba la segunda victoria de la temporada.

Reutemann se fue del circuito vestido con su buzo antiflama, el casco en la mano y el bolso en un hombro, rumbo al hotel. A pegarse una ducha y a regresar de inmediato a Buenos Aires. Horas más tardes habló con Williams y le comunicó su decisión. “Le dije a Frank que me retiraba, que ya no me sentía en condiciones de responderle como se merecía. No sentía ya el mismo entusiasmo, había perdido la motivación y notaba indiferencia ante todo: la técnica de los autos, el ambiente. Todo”, admitió tiempo después. Y se bajó definitivamente del vértigo de la máxima categoría, donde permaneció durante diez años, convirtiéndose en uno de los pilotos más respetados. ¿La paradoja de ese año? El campeón no fue Prost, como parecían sugerirlo las dos primeros carreras, sino Keke Rosberg, el otro piloto de Williams, tras ganar apenas una carrera en toda la temporada. El destino suele tener estas cosas…

Cuarenta y dos años después, no es Lole el que está a bordo de un Williams, ni este Williams es aquel Williams. Reutemann es una leyenda del automovilismo argentino y su didáctica perdura a través de los videos y los recuerdos. Curiosamente, él y Frank Williams nacieron y fallecieron en los mismos años: 1942 y 2021, respectivamente, ambos a los 79. Keke Rosberg anda por los 75. Alan Jones tiene 77. Hoy, la escudería británica transita algo así como un renacer luego de muchos años de estar en las penumbras, de fracasos deportivos y financieros. Cuando James Vowles, tal como se ve en la última temporada de Drive to Survive, por Netflix, le explica a Alex Albon que su idea es “pelear arriba”, obteniendo como respuesta una sonrisa irónica del piloto tailandés, nadie pensaba que hablaba bien en serio. O al menos nadie tenía su optimismo. Ni su visión para elegir a un piloto intrépido como el chico de Pilar.

De 1982 a 2024, pero hoy con Franco Colapinto. El mismo equipo. La misma bandera argentina iluminando el Williams. Otra vez en un top 10 en una parrilla de salida. Colapinto no muestra muchos puntos de conexión con Reutemann en sus formas, en su estilo, pero sí provocan lo mismo: pasión, emoción, interés. El amor y el encanto argento por la Fórmula 1 nunca se fue. Sólo que hoy, incluso sin necesidad de pelear por un título, se disfruta más que otras veces. Y hace juego con la historia.

Fuente: La Nación

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