La película argentina La Ira de Dios se posicionó como la quinta más vista de Netflix a nivel mundial desde su estreno. Se trata de una producción que combina misterio, drama, intriga, veganza y suspenso con un pacto de sangre, protagonizada por Diego Peretti, Juan Minujín y Macarena Achaga y dirigida por Sebastián Schindel.
El film nacional se estrenó el miércoles pasado y desde entonces mantiene un gran éxito, y aunque las críticas no son unánimes, se han destacado distintos puntos positivos de este largometraje tales como las actuaciones, sobretodo la de Achaga, una actriz de 30 años no tan popular.
La trama de La Ira de Dios, basada en el libro "La muerte lenta de Luciana B", gira en torno a una serie de enigmáticas muertes con posibles culpables, como expresión de una mirada reflexiva sobre la justicia, la venganza y el castigo.
Según dieron a conocer desde Netflix, la película, al igual que el libro, sigue la historia de Luciana (interpretada por Achaga) mientras un extraño escritor, su antiguo jefe, sobrevuela la escena con un velo de horror y aires de culpabilidad.
"La lucha obsesiva para salvar la vida de su única familiar viva, su hermana menor Valentina. Una encrucijada entre la razón y la muerte. Una carrera contra el tiempo para sacar a la luz su verdad, y un último pacto de sangre para terminar con la venganza", adelantan desde la plataforma de streaming.
Para Luciana, todas las muertes se deben a una venganza de Kloster (Diego Peretti), el famoso escritor con quien ella trabajaba y a quien denunció por acoso laboral. Es por eso que, para poder solucionar dicho problema y no sufrir más pérdidas, decide buscar la ayuda de Esteban Rey (Juan Minujín), un periodista que está en contra del novelista de best sellers.
A diferencia de otros proyectos audiovisuales, en La ira de Dios Guillermo Martínez no intervino para nada en su adaptación. El escritor contó que había leído el guión y le pareció "mejor que saliera de acuerdo con una idea muy clara y personal que ya tenía Sebastián Schindel sobre la alternancia de tiempos y sobre cómo contar o dejar ver, "fuera de cuadro", una cantidad de cuestiones", dijo.
Por el momento, aún no logró alcanzar los números que dejó Granizo, otra película argentina que se ubicó entre las primeras tres más reproducidas a pocos días de su estreno. Sin embargo, las repercusiones de la película fueron en general positivas.
Thriller psicológico
Hace unos cuantos años que se nota que el grueso del cine argentino financiado bajo los modelos tradicionales anda con la billetera flaca. Tiempos de rodaje reducidos al mínimo indispensable (y a veces menos), relatos encapsulados en pocas locaciones, casi nulas escenas de exteriores y una cantidad de intérpretes con peso dramático que pueden contarse con los dedos de una mano son las huellas más notables de un empobrecimiento económico y, en la mayoría de los casos, también artístico. A La ira de Dios no le faltan ambiciones ni presupuesto, cortesía del respaldo de la multinacional Netflix, que con esta adaptación del best seller La muerte lenta de Luciana B., de Guillermo Martínez, continúa congraciándose con la industria nacional. No ocurre lo mismo con los espectadores, a quienes entrega un thriller psicológico hecho en piloto automático, dueño de una seriedad sepulcral que rompe todo atisbo de verosímil y cuya resolución puede adivinarse apenas después de la secuencia introductoria, quizás la mejor de toda la película.
Los primeros minutos tienen un tono sugerente que luego brillará por su ausencia. Todo arranca en la presentación del nuevo best seller policial de Kloster (Diego Peretti) en la imponente librería que funciona en lo que hace años era el cine Grand Splendid. Entre saludos y adulaciones al por mayor, el escritor ve un rostro familiar, el de Esteban Rey (Juan Minujín), quien le avisa que alguien lo espera en el piso superior. Mientras la cámara muestra una planta baja llena de fans, periodistas e invitados, un brutal estruendo enciende el griterío de la multitud. Es un comienzo enigmático, aunque de fórmula, puede haber mil películas que comienzan con una escena culminante para luego viajar hacia el pasado y narrar los hechos que desembocaron en ese momento. Y ahí empiezan los problemas.
Más de una década atrás, Luciana Blanco (Macarena Achaga) es la encargada de tipear en la computadora los textos que Kloster enuncia en voz alta, mismo oficio que desempeña para ese aspirante a escritor que es Rey. Luciana es, además, quizás el único pilar que sostiene el andamiaje emocional de la familia, en tanto la esposa de Kloster (Mónica Antonópulos) atraviesa una depresión que le impide ocuparse de una hija que establece con Luciana una sintonía perfecta. Una de las primeras cosas que dice el escritor, a cuento de nada, es que la Ley del Talión –aquella del "ojo por ojo, diente por diente"– no debe interpretarse de manera literal, sino que refiere a que la reacción ante una acción debe generar consecuencias que causen un dolor similar. Lo hace arqueando las cejas, con una mirada amenazante y un tono ominoso propio de quien sabe más de lo que dice. Propio, también, del arquetipo de escritor al borde la locura, un rol calcado al de la reciente Ecos de un crimen y que Peretti resuelve con las mismas ganas de un asalariado con un sueldo por debajo de la línea de pobreza.
No hay que ser un especialista ni mucho menos para suponer que aquella afirmación cifra la clave de lectura de lo que vendrá, cuando un hecho que no conviene adelantar enfrenta a Luciana con su (ex) empleador y, ¿casualmente?, a partir de ahí la familia de Luciana empiece a verse envuelta en curiosos accidentes que parecen tener poco de tal, sobre todo porque ella afirma que detrás está la mano de Kloster, aunque no haya pistas que lo vincule. Todo esto es narrado por Sebastián Schindel con una solemnidad llamativa para quien supo dirigir una muy buena película como El patrón, radiografía de un crimen y las prolijísimas El hijo y Crímenes de familia. Los hechos se suceden a ritmo frenético, generando un efecto cascada de desgracias que cruzan lo místico con lo policial y dejan varios agujeros que un guión apresurado, quizás obligado a condensar toda la acción en menos de 100 minutos, no tiene muchas ganas de tapar.
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