El hecho a que me refiero ocurrió veinte años antes del llanto convulso. La casa qué duda cabe tampoco se había vendido.
Octubre hacía gala de una primavera madura. Nos acompañaba el fresco de la madrugada. Un rato después nuestras camperas oscilarían en una rama curva del limonero.
La intimidad entre nosotros era intensa. Con María recorrimos el sendero que había crecido entre los frutales. El cabello un poco más largo lo sostenía con una vincha.
Nos miramos y sonreímos, descubrimos al mismo tiempo la hormiga que cruzaba de un lado a otro del caminito, nos sorprendió la hoja grande que cargaba. La dejamos pasar.
Hubiese sido una linda foto ese momento cuando recostados en el tapial alargamos el tiempo del decir. Sería una foto en blanco y negro y aunque no le gustara, yo tendría la foto en blanco y negro porque ella sabía que eran mis preferidas.
Recuerdo que me dediqué a los lirios. Los caracoles habían hecho su trabajo durante la noche. De rodillas arranqué los pétalos ajados, lo mismo hice con los agapantos y las acelgas de más allá.
María, por torpeza de la memoria, era de contar varias veces las mismas cosas. Esa mañana recordó el día que los conejitos por florecer fueron arrasados por los caracoles.
La alianza resultó eficaz, dijo. Los caracoles y saltamontes comieron los pimpollos sin que nadie pudiese darse el placer de ver la franja multicolor, agregó.
En disimulo absoluto de la bronca que la llenó, de manera meticulosa, memoró María que arrancó una por una las plantas, a las que bautizó esqueletos de conejitos y las apiló sobre el montículo del patio grande donde la basura se quemaba todos los fines de mes.
Esa mañana el cielo no podía no ser mirado, María lo hacía con los brazos en jarra, esa costumbre la traía desde chica, cuando vivió en la Estancia "Las Mercedes".
Sí, fue en aquel momento del relato de los conejitos segados que se entretuvo con las nubes; siempre le gustaron las enormes, blanquísimas, esas que como un tropel de gigantes parecen a punto de dar el asalto final.
¿Me ves?, preguntó. Soy aquella, la más blanca, fíjate mis cabellos desparramados, decía con manera adolescente. En la mano traigo la espada, soy la que está montada sobre las dos nubes grises con formas de columnas, decía mientras insistía, ¡dale decime!, ¿me ves? Si no me ubicás rápido voy a seguir hacia los campos transformada en otra, incitaba María mientras sonreía cómplice.
Me quedé un largo rato viendo pasar las nubes. Me dio la impresión de que no esperaba respuesta. No la hubo.
El juego de la batalla de nubes apareció cuando yo tendría nueve años, creo, y siempre me pregunté, ¿por qué imagina cosas solo conmigo?, ¿por qué me cuenta solo a mí las cosas que la entristecen y hacen llorar? ¿por qué algunos asuntos importantes, de ella o míos, los discutimos y resolvemos juntos, solo entre nosotros, casi indiferentes a los demás? ¿Por qué será que sé que únicamente con ella diré y preguntaré sobre las urgencias, los sentimientos y las pulsiones que me dan vueltas por la mente y la carne?
Me sorprendí. María se había sentado sobre el tronco de siempre, los ojos enrojecidos, con apuro de llorar. Dibujaba círculos en la tierra. En mi caso no se cuánto tiempo estuve sin hablar, unos pasos más atrás.
¿Mucho trabajo Telmo?, preguntó mi madre. El de siempre que es mucho, dije sonriendo. ¿En tu casa un poco más tranquilos? ¿Los chicos bien con la escuela?, siguió preguntando. Sí, las cosas están más serenas, dije. ¿Mami, comemos una granada?
¿Es así Telmo?, preguntó María mientras me alcanzaba un pañuelo para que secara las lágrimas que habían surgido en mí. Quedamos callados de nuevo. La hora no pasaba.
El calor se hizo de golpe y nuestro estar más difícil. ¿Por qué no preguntás sobre lo que querés saber?, dije con un esfuerzo enorme. Por un momento creí haber perdido la voz.
A pesar del empeño que ponemos los dos estamos grises, ¿verdad Telmo?, dijo mi madre.
En ese instante comprendimos que era la primera vez que habíamos vagado sin propósito. El ciruelo de hojas y frutos bordó lustroso no se nos ocurría como otras veces encantador, vigoroso.
Cierro los ojos y viene a mí la imagen cuando en el marco de la retama florecida nos tomamos de las manos y un rato largo, como en tantas oportunidades, jugamos cada uno con las del otro. Cuando levanté la vista, ella supo lo que yo estaba pensando.
¡Cuánto has envejecido, cuánto más sabia te has hecho mamita!, era el pensamiento. Y tras la mirada el abrazo.
Te amo mamá, dije. Te amo Telmo, dijo ella. Al oído, en susurro, para que nadie en el mundo pudiese escuchar, ni la hormiga colorada de la hoja grande, ella volvió a confiarme que sabía que hijo tenía y que por eso me pedía que pensara mucho y mejor lo que estaba decidiendo.
Días después cuando hice en el sentido de ella, pero por decisión propia, me dijo saber del sufrimiento. Es mejor de esa manera, aunque la herida no cierre nunca, dijo mi madre.
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