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Cultura

El Moreno

"Crónicas a Contraluz" es una propuesta de Juan Carlos Ceja que nos ofrece ficciones literarias con líneas de sentida autorreferencia. "Pinta tu aldea y pintarás el mundo", es la frase que parece guiar al autor.

I. El Moreno. A mi desde chico me apodaron "el Moreno" y lo incorporé en simbiosis al nombre Francisco y el apellido. Respondía con naturalidad a cada una de las interpelaciones que me hiciesen, ya sea con los tres términos juntos o por separado.

En el barrio me conocían todos y más allá también, me sentía orgulloso. Poseía la inocencia que me había tocado en suerte, propia de los bordes donde a veces son llevadas y cuelgan las ilusiones.

¡Che "Moreno", sabandija!, ¿me hacés un mandado?, preguntaba el novio de la correntina que habían traído la noche anterior al conventillo. Y sí, te lo hago, ¿qué querés?, decía yo mientras calculaba las monedas que me faltaban para la colonia con aroma a limón de la mercería La Roca de la señora Nieves Graffino.

Era un mandadero buscado, fiel, había confianza en mí porque no contaría nada de los especiales encargos que gestionaba.

Primero memorizás lo que tenés que hacer y después de realizado te olvidas para siempre, ¿entendés?, así es la cosa, le decía en las clases de instrucción al amigo Bizcacha.

Cuando revisaba los tambores de los puestos del Mercado Municipal, buscaba requechos que muchas veces, usaban en mi casa para la comida del día.

En ocasiones el rebusque es más, otras menos, pero siempre algo juntás, le decía a mi amigo mostrándole la cosecha del día.

¿El sábado venís? Vamos al tanque, decía yo, en tanto le pasaba de zurda la pelota al Bizcacha.

En verano, con la barra, nadaba en la cava que estaba camino a la quinta de los Zurvera, en dirección a la ladrillera de los Vanetto.

El natatorio plebeyo, de vez en cuando, era primereado por otros.

En ese caso hay pelea segura, decía. Yo me quedo, afirmaba, me la aguanto como pueda, no quiero que después vayan gritándome maricón.

¿Sabés qué?, me saca que me griten puto, decía con rabia el Bizcacha. ¡Ah! A mi si me gritan puto los rompo todo, juraba yo a las carcajadas. ¿Che "Moreno" cuánto hace que nosotros nos conocemos?, preguntó el Bizcacha.

Desde que nos encontramos en la Rural, ¿no te acordás? Ese día vos me pediste que te tuviera la olla. Estabas enyesado, contesté.

¿No fue en el arenero municipal?, preguntó el Bizcacha. A lo mejor fue en la cava, ¿te acordás? Allá donde termina el Bulevar Irigoyen, agregó el amigo.

No, dije yo. ¿Seguro?, preguntó el Bizcacha.

Acordate, dije. Cuando te dieron la leche salimos por el portón de atrás y ahí fue que el rengo te pateó la olla. Y te pusiste a llorar. ¿No te acordás?

Yo no lloré y el rengo bien que la pagó. Él sí que lloró, dijo el Bizcacha que se puso nervioso y miró para otro lado.

Bueno Bizca contala como te guste, pero fue ese día que nos hicimos amigos, dije protestando. Y sino ándate al carajo, pero bien al carajo, agregué

Ese modo cortante de decir lo tengo desde siempre, se ve que viene de lejos. Toda la familia en algún momento lo sufrió.

Un lugar piola para mí y los amigos era el tanque del molino en Fronterita donde Américo Gamboa trabajaba de tambero.

Arrancábamos los sábados en la chata del padre de Cansino, después de comer. Regresábamos a la nochecita.

Cuando no se conseguía la chata volvíamos caminando. Disfrutábamos cascoteando los paraísos para ver como huían los pájaros. Los boyeros negros, espantados, se elevaban en rondas chillonas para posarse nuevamente en las ramas después que se hubiesen alejado los sujetos extraños, nosotros, y el silencio se repitiera como realidad nueva.

Me gustaba retozar libremente los baños del tanque. Los muchachitos más grandes se desnudaban con desbordado griterío; yo y tres chicos más, nos metíamos al agua con algo de ropa, sino me perturbaba, no me gustaban las bromas sobre las intimidades.

Siempre tuve la idea de que uno cree que el otro nos es conocido y sin embargo se siente que alguna distancia es necesaria.

¿Che "Moreno", siempre pensaste así?, preguntó el Bizcacha que igual que el amigo y Adán se bañaba en calzoncillos.

Sí, claro. Hay conversaciones, confidencias y susurros con los amigos que uno debe cuidar sino perdemos irremediablemente, dije pasando a otra conversación.

II. Moreno, el enamoradizo.

Los puestos de carnicería en el mercado municipal eran pocos, el que daba a la calle España pertenecía a la familia Colautti.

Tacuarita, el mayor de los Colautti, fue el que hizo que entrara de cadete, así aprendí el oficio que me permitió pasar al frigorífico. En ese tiempo empezaron los cruces con María.

¿Ustedes son hermanas? pregunté. Sí, las tres. Yo soy Hortencia, dijo una.

¿Y ustedes cómo se llaman?, quise saber entusiasmado con la flaquita de pollera corta. Ella se llama Rosa, y ella María, dijo Hortencia, la más lanzada. ¿Y adónde van?, si se puede saber, dije.

Estuvimos en el balneario, pero hay mucha gente. Ahora vamos al parque de la laguna, dijo María que tenía en la mano una margarita amarilla, esa de donde salen los panaderos, la flor que se sopla y hay que pedirle: panadero traeme buena suerte.

Es nuestro paseo de los domingos. Es el día que no trabajamos, dijo Rosa con los brazos en jarra.

Los zapatos de Rosa eran rojos, así la boca y la cinta que colgaba de su pelo con permanente.

Igual que yo, dije. A lo mejor el domingo que viene nos cruzamos. A ver si me acuerdo, dije y repetí el nombre de las chicas: Rosa, Hortencia. ¿y tu nombre cómo era?

Antonia María, contestó la flaquita de pollera corta. ¿Y usted?, preguntó. "Moreno", contesté.

¿Es su apellido?, quiso saber María. No, es mi apodo nomás. Mi nombre es Francisco, ¿te gusta?, pregunté.

Si un día nos volvemos a cruzar, a lo mejor le digo, dijo María. Bueno entonces el domingo, dije mientras comencé a silbar bajito, pensando cosas agradables.

Las otras dos hermanas son más lindas, pero me cae mejor María, ¡qué se yo!, parece más romántica.

Y sino decime, ¿quién anda por ahí cortando flores de panadero sino es una soñadora?, le pregunté al Bizcacha que en ese preciso momento pateó la pelota y la encajó en el zanjón hediondo del mercado municipal. ¡Pelotudo!

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