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Cultura

Cosas de la vida

Crónicas a Contraluz es una propuesta de Juan Carlos Ceja que nos ofrece ficciones literarias con líneas de sentida autorreferencia. "Pinta tu aldea y pintarás el mundo" es la frase que parece guiar al autor.

En el año 1956 la epidemia de Poliomielitis fue dura. La enfermedad paralizaba y atrofiaba a sus víctimas. En los 80 todavía se lidiaba con la polio pero, con menos angustia e incertidumbre.
La Mirta en el 86 sobrevivía haciendo facturas, el marido ya había muerto y el Omar andaba en asuntos varios non sanctos.
Todos recordaban que en "en la desesperación de los primeros tiempos los vecinos blanquearon con cal las calles, las veredas y los árboles y las madres colocaron bolsitas con alcanfor en la ropa interior de sus hijos".
Las autoridades gestionaban y arreglaban pulmotores; el personal de los hospitales se agotaba en la atención.
Muchos volvieron a los rezos, los santitos olvidados en los aparadores y a los ramitos de olivo bendecidos.
Las casas vieron aparecer parientes y conocidos que hacía mucho se habían perdido. El miedo y el dolor restablecían lazos.
La polio que atacó al Omarcito crispó la vida de los Acosta.
El estupor llegó primero, detrás, atropelladas, las preguntas. Los llantos tuvieron que reprimirse porque ahí y en ese momento no servían para nada.
Nacieron sospechas y reproches inevitables pero, nadie se atrevió a ponerlos en palabra o decirlos a la cara.
La Margarita se consideró una paria, dejó de comer, sintió que había perdido las ganas de vivir, le costó mucho desandar la decisión del suicidio, no haber vacunado al nene ahondó su padecimiento.
La parálisis del hijo le marcó otra estación de su vía crucis, las otras eran las biabas que le daba el marido.
Ella se decía que nunca hubiera podido creer que el terror fuese tanto.
A Margarita le temblaba el cuerpo, se le escapaban gotas de orina cuando volvían a su memoria las palizas.
El comienzo estuvo en la tarde del desamor donde su parte renal fue tan maltratada arteramente con el huesudo dorso hombruno. No le parece cierto que anduviese en cuatro patas sobre la tierra, jadeando con la boca ensangrentada, bien abierta, postergando la huida por un mínimo de necesaria compostura.
Fue la vez que la fricción sobre el patio de tierra le peló las nalgas, la vez que el marido la había tomado de los pelos y vuelto a meter en la casa y que ella, en el descontrol, había ido a parar debajo de la mesa y ahí esperó, ahogada por el espanto y los mocos, sucia de tierra, mojada y llena de moretones, el próximo asalto. Fue esa vez que apareció la torcedura de la mano que nunca se pudo arreglar bien.
Es por esas cosas de la vida que la hija segunda de los Acosta se hizo torpe y se empecina en hablar apenas lo necesario.
Teresa era la mayor de las hermanas, la más desenvuelta y se puso al frente de la causa del Omarcito; no se despegó de la madre y se encargó de todos los trámites. Ella fue la que hizo los contactos con los familiares de Córdoba y por eso estuvieron viajando por dos años al Hospital de Clínicas.
Los hombres de la familia fueron los encargados de que se pudiera contar con la plata que la enfermedad devoraba.
Los vecinos hicieron pecho a la desgracia recurriendo a la tómbola.
Los números de la lotería estaban dibujados en cuadrados de cinco centímetros de lado en una hoja de cartón que al final de la venta terminaba con aureolas de mate y grasa.
Los vendedores eran muchos y uno por vez disponía del cartón que así circulaba por casas y barrios distintos. La compra era por amistad, deuda con el vendedor o porque se equiparaba compromiso humanitario con la causa de la rifa.
Algunos números tenían dueños y por eso se hacía fatigoso vender el resto.
El premio consistía en una canasta con comestibles donados por los organizadores, pero un día fue más grande. El cambio se dio cuando el marido de la Margarita comenzó a enviar cosas que los presos construían en la cárcel.
Las tómbolas eran mingas, pequeños nidos de encuentro a los que amigos y conocidos se entregaban fraternalmente y que dotaron de sentido ese continuum entre el barrio de obreros y putas y la fábrica, es decir el frigorífico, al que se llegaba por el naciente atravesando las quintas de los turcos y el puentecito de madera del zanjón.
La Margarita le debe mucho a los nidos de encuentro, cuando el marido estuvo en Las Flores y al Omarcito le agarró la polio, todo lo que necesitó se lo consiguieron los vecinos.
La madre todavía dice a quien quiera escucharla que los gestos sombríos y arranques de mal carácter del Omarcito son huellas que le dejó la polio.
El enfermito debió haber ido a una pileta para mover y fortalecer su sistema muscular, pero como eso no fue posible, en la casa se habilitó el fuentón grande y todos los días, mañana y tarde, el Omarcito cumplía el tratamiento asistido por los parientes.
El fuentón que al principio estaba en un rincón como preservando cierta intimidad, ahora ocupaba el centro de la escena.
Los tíos competían para ver quién realizaba los masajes más eficaces para ahuyentar la rigidez que aprisionaba las piernas. Con el paso del tiempo la rehabilitación pasó a integrar la rutina de la vida en familia.
El Omarcito aprovechó la situación y se convirtió en un enano tirano insoportable. Los caprichos se cuestionaban en voz baja. La corte se mantuvo, aún en estado de protesta, hasta que el pibe comenzó a caminar con la esperanza de la cura definitiva.
La enfermedad fue retrocediendo lentamente, de a poquito, hasta refugiarse en una renguera que quedó para siempre.
Al año, tal vez un poco más, recuperada la alegría, los Acosta se dieron una comilona, bailaron y tomaron de más; en medio de esa bacanal nocturna el fuentón desapareció para siempre de la galería.
A la madrugada escaparon la María del Carmen y el Pelado Fontana que andá a saber, dijo la Nona Ruiz, por dónde anduvieron revolcándose por días y noches, esos dos.
Los fugitivos, al final, al año justo, se casaron en octubre.
La Nona no tranzó y la novia vistió de corto y celeste, el derecho al blanco y largo se había perdido.
El Omarcito ofició de encargado inesperado de los anillos, entró a la capillita con moñito y las botitas para la renguera que en diciembre cambió por cinco figuritas de las difícil.
Los vecinos se sintieron ofendidos por el asunto de las botitas, olvidaron la tómbola en acuerdo tácito y se dedicaron a sus cosas de la vida.
Así nació el Omar Acosta.

Crónicas a Contraluz cultura Juan Carlos Ceja
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