14.27 La soberana visitó Los Inválidos en 1855 y dejó un registro escrito de sus sensaciones. Tres décadas después de la muerte de Bonaparte en Santa Elena, reinaba un clima unánime de homenaje y admiración y una corriente de simpatía alimentada por la hostilidad de sus guardianes.
Habían pasado 34 años desde aquel atardecer de un 5 de mayo de 1821 en Santa Elena, cuando Francisco Antommarchi (el médico corso que atendió a su compatriota en el destierro) cerró los ojos al cadáver del Emperador destronado, mientras los presentes, hombres y mujeres, no podían contener los sollozos y las lágrimas. Hasta el doctor Archibald Arnott, asignado a Napoleón por sus carceleros, hubo de enjugar las suyas con el pañuelo. Tanto había llegado a simpatizar con su inesperado paciente.
El general Henri-Gatien Bertrand, camarada y confidente del extinto, tomó la mano yerta pero aún no afectada por el rigor mortis y la besó con reverencia, gesto de despedida que imitaron, en silente procesión, Montholon, Marchand y el resto de los servidores, seguidos por las señoras y los niños.
Lejos había quedado la modestia de aquella capilla ardiente instalada en el estudio del recluso magnífico, cuyo cuerpo, tras la autopsia y el vaciado en cera de la mascarilla mortuoria, fue depositado en el catre portátil que lo había seguido en sus campañas, cubierto con la túnica azul bordada en oro, que lució en la batalla de Marengo, cuando derrotó a los austríacos y se adueñó de Italia.
Bien lejos en el tiempo había quedado esa jornada fúnebre, dos días después del deceso, cuando los tres mil hombres de la guarnición inglesa (sus virtuales carceleros, pero sus secretos admiradores al fin) bordearon el trayecto, presentando armas, desde el jardín de Longwood House hasta Hutt´s Gate, rindiendo, acaso, el primer tributo dispensado por sus adversarios de ayer. Luego vinieron las salvas del cañón disparadas por la escuadra naval apostada en la isla, cuyo estruendo devolvía el eco sobre las montañas. Pronto se sumarían las simpatías póstumas de los liberales británicos, que nunca despojaron a Napoleón del “halo libertario” de la Revolución y que vieron, en sus conquistas continentales, el fatum de la necesidad.
Y en la lejanía de la remota isla había quedado la tumba provisoria, excavada entre dos sauces llorones, rodeada por una verja baja al modo de un encerradero, muy parecida a la de Chateaubriand.
Quince años años antes, los despojos célebres habían llegado a París, recibidos por cincuenta mil soldados y un millón de personas, en un clima de rehabilitación de su recuerdo que, tarde o temprano, debía ocurrir. Sus propios captores habían favorecido las crecientes simpatías de la opinión pública (y no sólo en Francia) hacia el cautivo, al someterlo a hostilidades innecesarias, reglamentaciones absurdas y destratos poco acordes con su condición de monarca derrotado.
Un 24 de agosto de 1855 se cerró el circulo de esa victoria póstuma de Napoleón, que consistió en poner, tanto a su pueblo como a sus enemigos, en pública unanimidad de homenaje y admiración. Aquel viernes la reina Victoria de Inglaterra visitó la tumba del más odiado contendiente de su abuelo.
Imbert de Saint-Amand, cronista y experimentado diplomático francés, se preguntaba en el segundo tomo de su biografía de Napoleón IIIº por qué, hasta ese momento, “ningún gran pintor” había retratado la escena de la visita regia. Una buena pregunta que debe responderse evocando las circunstancias del hecho.
De por sí, la imagen misma de la joven soberana inglesa entrando en los Inválidos en compañía del emperador francés -Napoleón III, Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del célebre corso- bien merecía un cuadro histórico.
Según confesó la monarca, aquella visita excedía todo protocolo y era el acto más relevante de su viaje. Pero, además, las circunstancias meteorológicas que acompañaron el ingreso al recinto le añadieron al momento el plus de un dramatismo y de lecturas esotéricas altamente pictóricas.
Hubo, ciertamente, alguna ilustración posterior litografiada, más bien folletinesca, que intentó captar el acontecimiento, pero sin la intensidad y el pathos que le hubiera impreso un David, un Ingres, un Gérôme o, incluso, un Delacroix.
Aquella ceremonia se cumplió de acuerdo a la etiqueta necrófila de la época, que hacía mandatoria la visita de los jefes de Estado a las tumbas de los grandes hombres del país anfitrión.
La reina Victoria había llegado a la capital francesa en el marco de la reconciliación política de Francia y Gran Bretaña, facilitada por su coalición frente a Rusia en la guerra que se estaba librando en Crimea. Todavía no caía el bastión de Sebastopol y estos gestos visibles de amistad eran propicios para mantener el “espíritu de alianza” en la opinión pública. Especialmente ante cierto sector nostálgico de la sociedad francesa que, todavía, no borraba de su memoria ni las secuelas derrotistas de Waterloo ni el sueño imperial napoleónico, como tampoco el destierro y el maltrato del Emperador en Santa Elena, fomentado por el ala más dura del gobierno inglés.
Ese viernes, los soberanos pasaron revista conjunta a las tropas en el Campo de Marte. La reina Victoria, junto a sus hijos (la princesa Victoria y el príncipe de Gales) iba en coche. Los acompañaba la emperatriz Eugenia de Montijo, tan española y, a la vez, tan afrancesada, deslumbrante y encantadora, como era habitual en ella. El emperador Napoleón IIIº y el Príncipe consorte Alberto iban a su lado, al trote sostenido de los caballos, cuya piel parecía lustrada de bronce oscuro. Salieron de las Tullerías a las cuatro y media, atravesando la Plaza de la Concordia, el muelle y el puente de Jena y, por fin, llegaron al Campo de Marte, donde los esperaba una impresionante formación de 40.000 soldados.
Concluida la revista de las tropas (que los soberanos presenciaron desde el balcón de la Escuela Militar) la comitiva emprendió la marcha hacia los Inválidos. Curiosamente, el gobernador local no había sido avisado hasta último momento, pero, aún así los veteranos estaban en sus armas, resabio acaso de la presta disciplina napoleónica. Ardían, encendidos, los robustos hachones, que eran enormes cirios y señalaban el camino a la ilustre visitante.
Ella avanzó lenta y ceremoniosamente hacia el monumento que contenía los restos de quien, ahora, volvía de ultratumba a recuperar su majestad y su grandeza, y quien, en otro tiempo, había sido la pesadilla de su abuelo, de su reino y de su trono. Y en ese instante, casi de la nada, estalló una violentísima tempestad que dejaba oír, dentro del espacio sepulcral, el eco de los truenos (a semejanza de los cañonazos que tronaron en Santa Elena en 1821, acompañando el descenso del féretro a la huesa), mezclados con los soplidos envolventes del órgano de tubos, cuyos acordes agasajaban a la huésped con el sonar de un himno oficial, entrañablemente británico.
Aquel instante debió haber causado bastante impresión en los presentes. Y en la reina misma, que luego escribió esta nota personal: “Yo, la nieta del rey que odió tanto a Napoleón y le hizo tan encarnizada guerra, estoy aquí ente la tumba del Emperador, junto a su sobrino, que es ahora mi más intimo y querido aliado. El órgano de la iglesia toca el ‘God save the Queen’…Las hachas están encendidas y al mismo tiempo estalla una tempestad. ¡Extraño y maravilloso espectáculo! Parece que este tributo de respeto a un enemigo muerto hace desaparecer toda la enemistad, todas las rivalidades, y que el sello celeste se halla estampado sobre la alianza felizmente establecida entre dos grandes y poderosas naciones”.
La visita concluyó a las siete y media de la tarde, y sus majestades con sus comitivas se dirigieron a las Tullerías, donde se sirvió una comida, para luego asistir a una función de gala en la Ópera Cómica. Vale decir, un cierre protocolar bastante burgués para un tributo funerario al mayor héroe épico y revolucionario de la Nación. Pero de eso se trataba, precisamente, el Tercer Imperio: de una epopeya burguesa (si caben los dos términos en el mismo rótulo) que bien podía, en 1855, darse el lujo de sobrellevar una guerra carnicera en Crimea, es decir, lo más lejos posible de las pompas parisinas, sus luminarias y sus caireles.
Nadie imaginaba entonces que, más de ocho décadas más tarde, el escenario de una guerra europea (Europaischernormalkrieg, según la caracterización del historiador conservador alemán Andreas Hillgruber) alcanzaría las calles de Paris, y que otro jefe de Estado iría contemplar la tumba de Napoleón, ya no como aliado de Francia sino como su conquistador. De aquella visita de Adolf Hitler a los Inválidos han quedado registros fotográficos.
Pero cuando pensamos en la observación de Saint-Amand respecto de la ausencia de un “gran cuadro”, un capolavoro que representara aquella escena de tintes solemnes y tenebrosos, imaginamos sin querer otro cuadro situado en otro tiempo y en otra geografía, que pintó el español Francisco Pradilla: Doña Juana la Loca ante el catafalco de su difunto y regio marido Felipe el Hermoso.
Hay en esa pintura historicista (muy criticada en su época por el yerro del artista en el color del luto de la reina) un “momentum”, principalmente funerario y contemplativo, marcado por la majestad principesca del personaje, sobre un fondo de un cielo plomizo y tempestuoso. Tres circunstancias iconográficas mandatorias que se verificaron, también, en la realidad de la escena de Victoria Regina ante el sarcófago helado de Napoleón.