Con una lógica clientelar, el kirchnerismo en el Congreso impulsa otro proyecto de ley tan demagógico como desacertado.
El bastión legislativo que se alinea con Cristina Kirchner pretende ahora crear un salario básico universal (SBU) o ingreso complementario para "dar respuesta a la nueva realidad laboral argentina pospandemia". Si no fuera porque se trata de un tema grave, resultaría risueña esta desenfrenada carrera por seguir tirando de la sábana desgajada del Estado para congraciarse con sectores a los que no se les puede o no se les quiere dar una respuesta seria que apunte a una digna solución de fondo con vistas al mediano y al largo plazo.
Los promotores del proyecto calculan que el SBU llegaría al 27% de la población de 18 a 64 años de edad, que su valor mensual sería equivalente a la canasta básica alimentaria por adulto que informa periódicamente el Indec (en mayo representó 14.400 pesos) y que tendría un costo fiscal bruto anual de unos 800.000 millones de pesos, lo que equivaldría al 1,8% del PBI. Estiman, sin embargo, que este porcentaje se reduciría al 0,7% del PBI si se restaran el gasto de otros programas que podría absorber el SBU y el retorno fiscal que se provocaría por el mayor consumo con carga impositiva en los hogares beneficiados.
Por el momento, Silvina Batakis no ha mostrado intención de avanzar con este disparate, aunque públicamente tampoco lo desaprobó.
Apenas se les exigen explicaciones acerca de dónde sacarán los fondos para atender a este tipo de oportunistas iniciativas, los fogoneros kirchneristas no tienen forma de demostrar que podrán conseguirlos sin meter mano en las ya exhaustas arcas del Estado mediante mayor emisión monetaria o una presión fiscal aún más asfixiante. De hecho, prevén "atender" el salario universal "con recursos del Tesoro nacional", según reza el proyecto de ley presentado en Diputados. Esa iniciativa sucede a otras dos en las que se advierte el enorme grado de desesperación por marcar agenda anteponiendo políticas populistas a las indispensables reformas de fondo. Una de ellas consistió en el pedido de Máximo Kirchner para adelantar seis meses los aumentos pautados en el salario mínimo. Otra, en incorporar al sistema jubilatorio a más personas que no cuentan con los años de servicio o con los aportes que exige la ley. En cambio, no aparecen como puntos privilegiados en el radar del Gobierno revertir los altísimos índices de inflación, promover la creación de empleo privado y asegurar a los inversores que vale la pena apostar al país garantizándoles reglas de juego claras y duraderas.
Respecto del salario básico universal, además de generar más problemas que los que dicen que vendrá a resolver, parte de una base conceptual totalmente errónea: no se puede considerar salario cuando no hay contraprestación laboral. Es cuanto menos un flagrante contrasentido afirmar que este supuesto salario es un acto de justicia porque "el empleo no garantiza ingresos suficientes para la reproducción de la vida en sociedad, sobre todo en economías con estructuras productivas y ocupacionales heterogéneas, caracterizadas por altos niveles de precariedad, como la que existe en nuestro país", como se pretende explicar en los fundamentos de la iniciativa. Lo que debería resolverse son precisamente esos "altos niveles de precariedad" que han sido siempre políticamente funcionales al kirchnerismo desde mucho antes de que la pandemia por coronavirus produjera los estragos que todos conocemos. Es decir, dejar de atacar los síntomas para dedicarse a curar la enfermedad que los provoca.
La historia subsidiaria del peronismo en general y del kirchnerismo en particular, sin exigencias de contraprestaciones de ningún tipo, viene de mucho antes. Si en algunos planes esas contraprestaciones fueron previstas originalmente, la falta de controles terminó neutralizándolas.
Hoy, el Estado emite no menos de 21 millones de cheques -entre planes sociales, subsidios varios, jubilaciones y pensiones- que se financian con los aportes de apenas ocho millones de personas activas del sector privado, una proporción escandalosa. Ya por mayo de 2020, el Ministerio de Desarrollo Productivo estimaba que, como consecuencia de los nuevos programas de asistencia nacidos a causa de la pandemia, casi el 90% de los argentinos vivían en un hogar que recibía algún ingreso o ayuda del Estado.
Está demostrado que la amplísima mayoría de las personas que reciben esos planes preferirían no tenerlos con tal de contar con ingresos laborales en blanco y con la consiguiente protección social que ello asegura.
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