El desarrollo productivo no depende del nombre de un ministerio, ni del buen diálogo que sus titulares tengan con las cámaras empresariales, ni de su conocimiento del país, sus necesidades o capacidades, ociosas o instaladas.
Las naciones más atrasadas del mundo se dedican a inventar nombres y designaciones, como si el progreso fuese resultado de la correcta advocación de brujos y hechiceros y no de la correcta gestión de los recursos colectivos. En Venezuela hay un Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo y en Afganistán, otro para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio.
En la República Argentina, desde Dalmacio Vélez Sarsfield (1862), durante casi cien años tuvimos ministros de Finanzas, que se ocupaban de los ingresos y gastos del Estado. A partir del gobierno de Arturo Frondizi, su función se amplió de las finanzas públicas a impulsar todas las actividades productivas. Así era la estrategia del presidente desarrollista, quien en 1958 tomó juramento a Emilio Donato del Carril (1958-1959), su primer ministro de Economía. Duró poco, ya que la emisión monetaria, el monstruo creado por Juan Perón en 1946 al estatizar el Banco Central, era indomable. Gracias al ajuste practicado por Álvaro Alsogaray (1959-61) el salto de productividad apalancado en la fuerte inversión extranjera directa permitió bajar la inflación por tres años, con recuperación del salario.
Con el correr del tiempo, confirmando el espíritu corporativista del populismo argentino, todos los sectores productivos han requerido contar con un ministerio propio que los privilegie frente a los demás. Inicialmente, se reconocía que no hay gestión económica posible sin un responsable único que coordine todas las variables relevantes con su sola mano. De allí que existieron diversas "secretarías" sectoriales dependientes del Ministerio de Economía, como Industria, Comercio, Ganadería, Agricultura, Minería o Pesca. Hasta Obras Públicas y Trabajo.
Néstor Kirchner dispuso solo de diez ministerios, como lo indica la Constitución Nacional, incluyendo el de Economía y Producción, además del de Planificación Federal, donde Julio De Vido estructuró el gigantesco sistema de corrupción que el fiscal Diego Luciani describirá en pocos días. Su sucesora lo amplió a 16, creando los Ministerios de Industria y de Agricultura, Ganadería y Pesca. Mauricio Macri, lo expandió a 21 carteras y, como no creía necesario tener un ministro de Economía, eliminó la función y tomó sobre sus hombros coordinar las visiones sesgadas de siete nuevos ministros: Hacienda; Finanzas; Producción; Energía y Minería; Agroindustria; Trabajo, Empleo y Seguridad Social y Transporte. Además del Banco Central. Como es de presumir, salvo los primeros dos, todos querían gastar más y nadie pensó en un ajuste en serio. Así les fue.
Actualmente, el Ministerio de Economía tiene funciones muy limitadas, ya que convive con otros ministerios sectoriales, incluyendo el de Desarrollo Productivo, que en la práctica son mesas de diálogo con cámaras empresariales, carentes de poder para modificar las variables de peso que afectan el trabajo y la producción.
A pesar de que Matías Kulfas, en su reciente renuncia enumeró los resultados positivos de su gestión en ese ministerio (inversión, empleo, exportaciones) no hace falta mucha ciencia para comprobar que el panorama productivo del país es calamitoso. Y no es culpa del renunciante, sino de la ingenua creencia en que una cartera sectorial puede cambiar las variables macroeconómicas que sustentan el crecimiento.
Es una verdadera paradoja, pues el Ministerio de Economía se ha convertido en un ángel exterminador de las actividades productivas para privilegiar el déficit fiscal. Esto es, privilegiar la política de corto plazo por sobre el bienestar general. Un contrasentido. El riesgo país de 2.400 puntos refleja, en una sola cifra y sin "sarasa", lo que el mundo inversor opina sobre la Argentina como lugar donde no colocar capitales.
Es redundante listar aquí los problemas que la descomunal emisión monetaria provoca en toda la economía y, en particular, sobre la producción. El cepo sobre las importaciones, que crecerá aún más, obstaculiza el funcionamiento de fábricas, campos, transportes y servicios. Los subsidios a la energía, para que la inflación no se refleje en las tarifas, desalientan la extracción de hidrocarburos. Y la necesidad de importar combustibles agrava el déficit fiscal. La deuda interna, que absorbe el activo de los bancos, restringe el crédito al sector privado, además de presagiar un salto inflacionario aún mayor.
No hay gasoil, no hay crédito, no hay partes, piezas, ni repuestos. No hay garantía de reposición de inventarios, no hay horizonte de precios para planificar en el mediano plazo. Ante la plétora de prohibiciones y controles, se ha expandido la corrupción para lograr por izquierda lo que no se obtiene por derecha.
Con cortes, paros y piquetes, pobreza creciente y malhumor social, ningún ministerio sectorial puede hacer nada para revertir una situación que depende de la política fiscal, monetaria y cambiaria. Solo pueden tener intrascendentes charlas de café, decir frases de circunstancias y lugares comunes, a la espera de que algo ocurra. Al no requerirse otra cosa que conversar sobre desarrollo productivo, el exmotonauta, exgobernador y exembajador Daniel Scioli luce como un candidato ideal para el cargo.
Pero los ministerios sectoriales, que no pueden promover ni impulsar ninguna actividad, por sí solos, sí pueden, sin embargo, "usar la lapicera" para reforzar los cepos, como lo ordenan Cristina Kirchner y su mentor, Axel Kicillof. En la medida que el nuevo ministro cumpla ese mandato y profundice la política antiproductiva de aquellos, el nombre de su cartera deberá cambiarse por el que lleva como título este editorial.
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