Cultura

Regreso

Los años pasaron. Hermes y Alcides son los otros hijos de Francisco, el Moreno y Antonia María, mis padres. Soy Telmo, el hijo del medio que desde que se vendió la casa, cuando la oportunidad se da (y la busco), tomé la costumbre de pasar por esa calle para observarla.
Mis otros hermanos conservan recuerdos, pero en sus vidas el apego por la casa paterna no es trascendente. El frente está igual. Los fresnos de la vereda crecieron derechos y con sombra generosa para los veranos cada vez menos amigables.
En las pasadas para atisbar, puedo dar cuenta del verde sanador y la gloria de ocres y amarillos de que son capaces los arbolitos ayudados a crecer por mi madre.
Era hora de que la Municipalidad se acordara y plantara árboles. La sombra es necesaria. ¿Veré estos árboles crecidos?, ¡Andá a saber!, decía María mientras dejaba caer el agua de la regadera azul al pie de los fresnos.
Cuando baldeaba la vereda ella cuidaba que el agua se aprovechase y entonces, con la escoba de paja, la enfilaba hacia los troncos que se hundían en la cazuela de tierra.
Después de tantas pasadas con el auto y la marcha mínima, hice de memoria un listado de las cosas invariables: el tapialcito, la entrada de portland con un escalón, a los lados el pequeño jardín y la cochera con techo de zinc construida, de apuro, cuando compraron el isard celeste.
La palmera cyca revolutas muestra hojas nuevas. Recordé que podía alcanzar hasta los setenta metros, pero para eso le faltan cien años. ¡No!, si a la cyca la plantaron hace veinte años, le quedan ochenta para los cien, pensé. En el jardín, nada de margaritas, nada de lirios y nada de agapantos como los días de años pasados.
El enano con la cabeza mochada, fiereza de Egidio Zapata, tampoco está. Teseo Gómez y Fedra Ruata, santiagueños, gente buena, de sonrisa fácil, viven en concubinato. son los dueños nuevos de la casa y una tarde me invitaron a entrar.
Estamos haciendo reformas. ¿Telmo, quiere ver cómo está quedando? Sin compromiso, si usted quiere, de parte nuestra no hay problema, dijeron con modestia.
Observé cambios, algunos eran los que soñó María. En el salón donde el Moreno tuvo la carnicería con el nombre El guapo, abrieron un almacén chico. Las paredes azulejadas de blanco seguían igual.
La ventana en la que una tarde de verano descubrí a Irene Gamboa semidesnuda, darse fresco en los senos con agua que vertía de una jarra, estaba ubicada en otro lugar. La galería del jazmín con su armazón de postes y alambres fue reemplazada, otra, techada con cielorraso, dotaba de más seguridad. Pero de pocas alegrías, cuando menos para mí, pensé.
Todavía no tuvimos tiempo, pero vamos a derrumbar el galpón y la letrina. Viejo y sin uso todo está que se viene abajo, dijo Teseo Gómez.
La mesa larga y la olla de guisa la pudimos vender. Nos dieron buena plata, comentó el anfitrión mientras ofrecía una sonrisa de satisfacción y señalaba el viejo galponcito.
¿Quiere pasar?, dijo Teseo abriendo la puerta. No. Gracias. Sigamos, dije. Ese lugar nunca me gustó, había dejado de entrar sin que nadie se hubiese dado por enterado. En el interior del galponcito, Dionisio el Gato, ayudante de mi padre, me intimidó. Fue una situación ultrajante.
La discusión entre el Moreno y Dionisio, donde yo era el sujeto en cuestión, me degradó todavía más. El patrón y el ayudante se enfrentaron con sopapos y a los gritos, incapaces de pensar el desamparo que provocan algunas palabras. Dionisio el Gato se quedó sin trabajo, dejó de venir, el Moreno lo echó. El suceso quedó encriptado, más que lacerante y para siempre, entre mi padre, el Moreno y yo, Telmo. Caminé un poco más, no quedaba mucho para ver.
La camiseta empapada humedecía la camisa a cuadros. Comencé a respirar con dificultad, no creo que haya logrado disimular el jadeo. Cuando estuve cerca del laurel de cocina donde María, a su sombra, festejó el cumpleaños treinta y seis, sentí el vacío que subió desde el estómago a la garganta, el dolor del pecho crecía, las piernas y brazos perdieron sentido. Así, me derrumbé.
Sollocé largo rato, atormentado. Con bocanadas de aire regresó la calma. Pedí que dejaran ponerme de pie solo. A lágrima viva lloró, pobrecito, contaba Fedra Ruata entretanto rogaba a Dios que no se enterase nadie. Ese día infeliz decidí que no regresaría a la casa del patio grande.

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