Por Alcides Castagno - "Nosotros no éramos los Marzioni, éramos los hijos del almacenero", comienza su relato Osvaldo, contador graduado en la Universidad del Litoral, uno de los siete hijos de Güerino Atilio Marzioni, a quien se le suma Carlos para ampliar la historia.
Fortunato Marzioni un día partió de Ancona, a orillas del Adriático, capital de Le Marche, con sus hijos: cuatro mujeres y un varón. El barco con inmigrantes recaló en un puerto que desconocían; desde allí fueron a Colón, provincia de Buenos Aires, donde tuvieron su hijo argentino; allí Fortunato trabajaba en las máquinas cosechadoras y aprendió a reparar calderas. Un trabajo en la Cooperativa lo trajo a Rafaela con su familia, donde decidieron radicarse. Compró un terreno en Ernesto Salva y Arenales; sólo había una construcción precaria y un tanque australiano, que además de riego significó el primer natatorio para chicos y grandes. Allí trabajaron como quinteros. Ernesto Salva y su continuación Brasil era en ese momento una especie de frontera Norte, con un más allá frecuentado por troperos y hacienda que arriaban a la feria o al frigorífico. Los olores y la polvareda se hicieron parte de un ambiente en el que, incluso siendo Rafaela ya ciudad, se respiraba aire pueblerino. Aquí los negocios se definían con palabras, un apretón de manos era un vínculo duradero, y el registro de operaciones -aún las inmobiliarias- se asentaban en las últimas páginas de una libreta y eso valía por escrituras y boletos.
Güerino, el único varón de los niños inmigrantes, creció en un ambiente de trabajo familiar, necesario para superar los tiempos de crisis que se sucedían. Una joven argentina descendiente de españoles, María Soriano, diez años más joven, llegó a su vida y se integró a su historia. Se casaron, en diez años tuvieron siete hijos: Edmundo, Amanda, Alba, Carlos, Osvaldo, Hugo y Mario.
En bulevar Lehmann 732 casi esquina Ameghino sobrevive a duras penas un cartel que nos avisa que allí hubo un almacén, el almacén de los Marzioni. Güerino lo había comprado a la esposa de Masachessi, que había enviudado demasiado pronto, y se constituyó en un punto de provisiones del centro-norte de la ciudad. Toda la familia se sumó al proyecto. Dicen que en lo alto estaba pintado el nombre: Victoria, pero pinceladas posteriores lo borraron. ¿Cómo era un almacén de entonces? Una hilera de grandes cajones con tapa inclinada rebatible que guardaban azúcar, maíz entero, maíz partido, polenta, jabón en polvo, pan, entre otras; cerca de ellos, enormes cucharas de metal con mango de madera usadas para llenar las bolsas de papel madera que se pesaban en la balanza de dos platos y una línea de pesas; luego se doblaba la bolsa para cerrarla a manera de repulgue, o bien haciéndola girar sostenida por dos puntas. Sobre el mostrador de madera un par de botellones contenía caramelos para la venta y la yapa, detrás se exhibían las latas de Bagley que dejaban ver masitas varias por una ventana circular. La mayor parte de la mercadería venía suelta: el carbón, los líquidos en tambores de 200 litros -el aceite, el vinagre por ejemplo- que se bombeaban a una botella a través de un embudo. Como las botellas solían tener un litro y medio, había que disponer de un paso intermedio en un recipiente de un litro, para no equivocar la medida. En las estanterías, las botellas de Ferro Quina Bisleri, Hesperidina, ginebra Bols, Bagna Nas y otras espirituosas. Lo que debía enfriarse estaba en una heladera de madera, con barras de hielo que traían de La Polar. María se ocupaba de un anexo mercería con vestimenta standard provista por los mayoristas Condrac y Nasep.
Los siete hermanos, nacidos en un ambiente de trabajo familiar, antes y después de la obligatoria Escuela Alberdi, tenían su misión en el almacén, bajo la mirada vigilante de papá y mamá, que poco a poco se fue haciendo menos necesaria. Cuando algún cliente llegaba fuera de hora durante el almuerzo o cena, lo atendían por turno. Siempre tuvieron su remuneración: a fin de mes, mamá María los ponía en hilera y les entregaba su "sueldo" de mayor a menor, a partir de los veinte pesos. Lo verdaderamente distintivo era el trabajo de los varones mayores, aun siendo niños: salían diariamente Edmundo, Carlos y Osvaldo en sus bicicletas a "levantar" pedidos a los domicilios de parientes y conocidos, llueva o no; se sabían los tipos de mercadería, sus precios y alternativas; una vez preparados y anotados en las libretas, los entregaban, cumpliendo un rol preparatorio de lo que harían más tarde como viajantes de comercio y representaciones, y acaso como precursores de los actuales "deliverys". "Llegábamos -dice Carlos- hasta la quinta de los Berlasso, una zona donde había ladrillerías, al Oeste de la 34, que en ese momento estaba en construcción".
A principios de los años 50 comenzó a operar la llamada Liga Contra el Agio y la Especulación, que controlaba precios y medidas y que en algunos lugares se convirtió además en herramienta de persecución contra los no afiliados al partido gobernante. El embargo de mercadería que llegaba por ferrocarril, inspecciones semanales que terminaban en un acta por la cual había que hacer descargo ante la policía y otros actos de presión terminaron por agotar la paciencia de Güerino, que cerró su almacén en 1955.
El futuro encontró a Edmundo y Carlos viajando por el País y por América con representaciones: ambos integraron el grupo fundador de la Cámara de Comercio Exterior; Osvaldo ejerciendo como Contador Público, director del Banco Rural e integrando diversas asociaciones; Hugo trabó relación con el ex intendente Rodolfo Muriel y su partido vecinalista, fue electo concejal, mientras Mario, el menor, también viajante, tuvo un temprano fallecimiento en un accidente.
Una interminable serie de anécdotas enriquece la charla con Carlos y Osvaldo, quienes junto a Amanda y Alba, son los que sobreviven a una historia de incertidumbres y realizaciones. La numerosa familia que generaron los siete hermanos -treinta en total- mantienen una tradición de trabajo e inserción social que Rafaela valora y más cuando la conoce.