(Por Alcides Castagno). Sabido es que la emigración italiana tuvo dos características, con sus matices. Desatada el hambre y sumados los conflictos internos, una cantidad de italianos, especialmente del sur, partieron hacia Estados Unidos. Allí una buena parte reunió unos dólares y regresó a su región de origen. Otra cantidad de emigrantes tomó el rumbo de América del Sur, por ejemplo Brasil, donde no llegaron a formarse colonias compactas, lo que sí ocurrió en Argentina, donde una política inmigratoria más inclusiva facilitó el arraigo. Algo parecido ocurrió con los contingentes españoles.
Lo que también es cierto es que los emigrados italianos, que fueron mayoría aquí, trajeron consigo sus convicciones confrontativas, su defensa u odio por la monarquía, sus deseos por una república o por una anarquía explosiva. Los italianos del Norte, competitivos, individualistas y muy perseverantes en el trabajo, tendieron a emprender actividades que permitan arraigarlos; sólo unos pocos volvieron.
Fracturas
Pongamos por caso la Sociedad Italiana, nacida en 1890 del amor y la nostalgia por la patria lejana; reunió en su origen unos 400 socios, cuya unión por el sentimiento no significó unanimidad en métodos y procedimientos; cada nuevo proyecto o renovación de autoridades representaba largas discusiones, desplantes, renuncias, regresos y enemistades.
Una tradición -no escrita aunque transmitida- afirma que un buen día, impotentes de tanto conflicto, recurrieron a un componedor cuya palabra sería escuchada: don Faustino Ripamonti. No era hombre de participar en política ni movimientos sociales; aplicado a su negocio creció en economía y confiabilidad al punto que, en la crisis financiera finisecular del País, los colonos llevaban su dinero a que se los guarde Ripamonti antes que los bancos. De pocas palabras y presencia adusta, nadie quería verlo enojado, aunque el día que los reunió en la sala depósito de Saavedra y Belgrano y los miró uno a uno, se hizo el silencio. Don Faustino levantó la voz como pocas veces, sabía de lo bueno y lo malo de cada uno, pero sólo hizo un llamado que no dejó dudas: o se unen, o todo se pierde; o terminan las discusiones ideológicas de una patria lejana o terminarán por destruir la nueva. Mostró su ejemplo, pidió trabajo y tolerancia y puso un plazo para que todo se normalice porque de lo contrario habría consecuencias no deseadas. No dijo mucho más. Todos entendieron. Don Faustino se retiró; el pueblo crecía, no debía ponérselo en riesgo. Siguieron un par de reuniones más y fue suficiente: competir sí, combatir no.
Crecer desde adentro
El pueblo creció. Rafaela tenía un sello cosmopolita con fuerza propia, que llamó la atención de contingentes migratorios. El concepto piamontés que contagiaba era: no lo traigan de afuera, lo hacemos nosotros. No hubo inversiones de capital foráneo en la medida en que el crecimiento podía sugerirlo. "Si vienen de afuera, se llevan nuestra plata". Si descartamos el temporario liderazgo de la River Plate Dairy, encontramos que hasta los teléfonos de Poggi fueron propios, y el tranvía a vapor y los grandes almacenes. En lo cotidiano, campeaba el concepto "si lo hace él, yo puedo hacerlo mejor". Podía confundirse emulación con envidia, pero no era la lucha entre el bien y el mal sino entre el bien y el mejor. Con cada vez más esfuerzo creativo para superar al competidor, Rafaela crecía.
Cuando el poder político decidió que el pueblo podía convertirse en ciudad, no todo fue unánime: mientras una comisión iba de casa en casa y por los campos para un censo que avalara el derecho a cambiar de status, otro grupo iba por su lado para lograr el efecto contrario. Más discusiones, más confrontaciones, hicieron de 1912 un año caliente. Podría decirse que las elecciones plebiscitarias fueron ganadas por el "¡ma va, ¿para qué?!", porque, con una población de más de 8.000 habitantes, para la votación voluntaria se inscribieron 230 personas y votaron 181.
Tiempo después
La Escuela de Mecánicos Agrícolas, después Escuela Fábrica, después Escuela de Educación Técnica y sucesivos nombres fue un eje fundamental para alimentar la vocación industrialista y manufacturera. Los herederos de los primeros colonos supieron que un monocultivo agropecuario no significaba una base firme para el crecimiento. Tanto la industria frigorífica como las cosechas para los molinos podían caer por tierra ante un par de sequías o inundaciones. Casi todo el movimiento de la nueva ciudad dependía de un eficiente laboreo de la tierra. Había que cambiar el paradigma y los jóvenes herederos de los primeros habitantes, aquellos que en el centro europeo debieron encarar sus respectivos "milagros" para surgir de dos guerras mundiales, más otras regionales, millones de muertos y ciudades destruidas, comenzaron a diseñar un concepto industrialista, que diversifique la oferta, multiplique la demanda y promueva la ocupación. Parecía difícil. Fue difícil, porque además debía mantenerse la base industrial agroalimentaria que era la columna donde se apoyaba la estructura del crecimiento.
No hubo secretos. Cada líder industrial incorporó a su propia familia. Las empresas "de apellido" impulsadas por los emprendedores dieron vida a las Pymes, esos núcleos de imaginación y trabajo que hoy sostienen una economía quebradiza, acosada por un Estado que no termina de comprender la importancia de la transformación de la materia prima con un valor agregado cuyo beneficio vuelve a su origen.
En Rafaela, la segunda generación de jóvenes industriales resolvió unirse, viajar en bloque a ferias internacionales, promover encuentros de negocios, como si hubieran escuchado la arenga de don Faustino. Lo de esta ciudad no es milagro ni herencia, es el resultado de abandonar el esfuerzo de la pelea para canalizarlo en el bien común. Usted, que ha leído hasta aquí, póngale nombres, cualesquiera sean formarán un elenco que llamaremos "los hijos de la competencia".