Cultura

La separación de Ana

Era casi diciembre y recuerdo que nos citamos en un sitio convencional. La idea de convencional no es propia, la tomé del libro que estaba leyendo esos días a pesar del despelote en que me hallaba. Como dicen los políticos a estrenarse de funcionarios, compré la idea.
"...Existen los sitios convencionales, de la misma manera que horas y días convencionales. Un sitio convencional es la calle San Martín, una hora convencional las siete de la tarde, un día convencional el domingo...". Por innecesario en este momento no voy hacer referencia al método, el medio y el fin.
Haciendo uso del derecho que da el llegar primero, elegí el lugar menos transitado y libre de pibes jugando al fútbol o de niños aprendiendo a ir en bicicleta. La calesita estaba en el otro extremo y ya no funcionaba, abría de diez a siete de la tarde.
El banco entero y limpio parecía mínimo debajo del colosal ombú del que todos hablaban. La plaza era la Alfonsina Storni y tuvimos como testigo del encuentro al Labrador de cemento rodeado de pensamientos y portulacas.
Anochecía, pero permanecí con los anteojos negros. Siempre me pregunté si los artistas que andan noche y día por escenarios tan disímiles con anteojos negros, tendrían los ojos hinchados como los míos de aquel domingo, de tanto llorar y maldecir.
Remigio entró a la plaza por la esquina de la fuente y aclaró que en el estudio avisó que salía por un ratito. Se sentó apoyado en el respaldo con las piernas estiradas, abiertas.
En el momento que me cuestionaba el encuentro, escucho que dice, ¿querés? y veo que está ofreciendo un cigarrillo. La marca era la de siempre.
Dame. Espero no descontrolarme le contesté con aire de superada. ¿Te acordás cuánto fumaba antes? Te los compraba yo, mirá si me voy a olvidar, retrucó mientras aclaró nuevamente que tenía tiempo, pero no tanto.
¿Podré tener con Remigio una charla provechosa?, volví a preguntarme mientras recordaba el poco interés que demostró por lo ocurrido.
Sonó una llamada, Remigio miró el celular, pero no contestó. Le pregunté si era la misma de los últimos siete meses o si hubo cambio. El día que tu mujer se entere, no digas nada, fingí demencia, te va a convenir, le dije.
A Remigio le hubiese encantado putearme, pero desde que fui madre no lo hacía, se aguantaba. ¡Ana, por favor! Vamos a lo nuestro. ¿El abogado qué tal? ¿Dijo cuánto va a cobrar?
Remigio se paró y puso las manos en los bolsillos con ese gesto impúdico que repetía desde que supo la diferencia genital entre los hombres y las mujeres.
Es un abogado caro y no se si de los mejores, reflexionó. Tus aventuras son más caras, contesté. Amenazó con irse si yo no terminaba de jorobar.
Conozco los límites de la paciencia de Remigio entonces le expliqué que el abogado dejó en claro que había derechos compartidos y que me vaya haciendo la idea de que hasta que Sofía sea mayor no iba a poder evitar tener contacto con el padre.
Mirá, con tal de verlo lo menos posible voy a acceder a que Sofía viva con él y listo, dije mientras Remigio miraba la hora en el celular y el reloj. Él ya dijo que sería de su gusto, no va haber problema. El asunto es que vos te sientas segura, demandó mientras buscaba un número en el celu.
A Remigio le pareció que mi enojo era figurado, a pesar de ello protesté que mi ex era un imbécil. ¿Vos podés creer que ayer llamó tres veces a la escuela?, dije. ¡No se ubica! ¡Soy la directora carajo, un poco de cordura, por favor! ¡Ah, y por si fuera poco también llamó Jorge!, agregué y luego callé para hacer un respiro.
¿Y ese otro pelotudo qué quiere? ¿Por qué no se borra, digo yo? protestó Remigio sin dejar de mirar a la piba que hacía elongación dos canteros más allá de la pérgola con buganvilla.
Dice que lo llame. Seguro tiene más cosas para contarme, dije intentando justificar. Ya te separaste protestó ¿Qué más querés saber?
Había ido al encuentro con el bolso grande, lo abrí y después de buscar en el revoltijo saqué el celular, se lo pasé mientras le decía, Jorge me escribió esto, leé
¡Che este celu está casi sin carga! me dijo. No seas pelotudo, leé de una vez. Y de puro gusto le saqué otro cigarrillo y me puse a fumar. Como si no supiera lo que estaba escrito le pedí que leyera en voz alta. Parodiando la voz de Jorge, leyó. Hola Ana, no inventé nada. Cuando entré vi como la mano de tu marido bajó por la cintura de él que se quedó sin palabras, aunque lo dejó hacer. Cuando me vieron ninguno de los dos supo que decir. Tampoco era necesario. Llamá. Me acordé de otra cosa. Cariños. Cuando terminó de leer preguntó, ¿lo vas a llamar?
En ese momento no sabía si quería volver a conversar con Jorge, él nunca había cortado la amistad con ellos. En ese tramo andábamos cuando la brisa comenzó a crecer como viento, le pregunté si me podía acercar y asintió. Además, creo que nos dimos cuenta de que la conversación no daba para más.
Enfilamos hacia la fuente porque el auto de Remigio estaba en la zona, no muy lejos. Antes de levantarme del banco ordené el bolso y guardé los anteojos negros. Remigio me tomó del brazo y en tono íntimo pidió que lo disculpara porque él pensaba que yo no podía no haberme dado cuenta.
En ese momento me salió una defensa de la que hoy siento vergüenza. Le dije, ¡Remigio, por favor! Nosotros nos casamos por iglesia. Hicimos votos. ¿Cómo iba a pensar una cosa así? ¿Desconfiar de qué? ¡Hacé el favor! Me embaraçé. Tuvimos una hija. Para mí los enfermos eran los otros.
Me soltó el brazo, seguro pensó cómo una hermana puede ser tan estúpida, pero aun así insistió. Disculpá, yo, no sé, digo, ¿ustedes intimaron siempre? Digo, ¿lo hacían siempre? ¿O hubo un momento en que? Lo miré de tal forma que se interrumpió.
Remigio a veces derrapa a lo bestia. Le enrostré cuánto se parecía a papá, lo mandé al carajo y le dije que ojalá la grúa le hubiese llevado el auto. Remigio tomó nota de mi estado y volvió a su estudiada compostura.
Tengo pastillas de menta, ¿querés?, ofreció, justo cuando la chica que hacía gimnasia cerca de la buganvilla pasó trotando, lo sacó sin saberlo de mis pesares y él se sumergió en otro desafío de incierto final, pero que le producía un disfrute irrenunciable.

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