Al contrario de la síntesis renacentista arte-ciencia, y dado que durante el Seicento la ciencia nueva ya tiene sus métodos y campos de investigación, el arte del Barroco -no debiendo cumplir las funciones de instrumento para el conocimiento del mundo- afirma su libertad y la autonomía de sus procesos técnicos, operativos y significativos, respecto a todos los aspectos de la vida, desde la realidad cotidiana al dominio de lo imaginario. Conscientes de ello, los artistas se hicieron intérpretes de la nueva visión del mundo, afrontando el reto artístico con una mentalidad crítica y experimental. En efecto, superada a inicios del Seicento, con Caravaggio y los Carracci, la idea renacentista del arte como sistema de reglas, hacia 1630 los artistas volvieron su atención al quehacer artístico y a los procedimientos técnicos, es decir, a la creatividad entendida como libre imaginación.
La confianza en el ingenio del hombre estimuló al artista barroco a rechazar cualquier actitud dogmática en el campo de la comunicación visual. Se formó, así, una especie de libertinaje del espíritu que, según el teórico Algarotti, se basaba en el conocimiento de que "la verdadera regla es el saber romper las reglas en su tiempo y en su lugar, acomodándose al gusto corriente y al gusto del siglo". Gracias a la tendencia, cada vez mayor, a liberar el arte de las leyes y a reivindicar la autonomía estética y la libertad técnica, la fantasía de artistas como Bernini, Borromini y Da Cortona dio vida a una moderna, casi contemporánea, experimentación formal. Todo artista posee su lenguaje: caída la tesis clásica del arte como imitación, una concepción técnica del hacer artístico toma su puesto. Lo testimonian los delirios arquitectónicos y el conocimiento de los materiales de que hace gala Borromini; los virtuosismos técnicos de las esculturas de Bernini; los rápidos y sueltos toques disgregadores de la materia de la factura Serodine.
Lo declara el brotar de la pintura de género: naturaleza muerta, paisaje, caricatura, escenas de vida popular, que se contrapone a la pintura de historia e indica una idea más libre del hecho artístico, ya que la nueva autonomía de indagación incitó a los artistas a experimentar todas las vías cognoscitivas.
Tanto es así que este fenómeno temático y técnico no fue privativo de la pintura, pues afectó a la arquitectura a través de las nuevas tipologías edilicias. Por lo demás, el ilusionismo propuesto por los artistas barrocos para exaltar los valores emotivos y psicológicos de la obra de arte, condujo al reconocimiento de la experiencia sensorial. Esa elección formal respondía a las nuevas funciones sociales del arte. Pero, más aún, a las exigencias de la Iglesia contrarreformista que planteó la necesidad de un lenguaje de la provocación sensorial, ilusionista y espectacular para llegar, en clave emotiva, al colectivo de fieles.
De este modo, la experiencia figurativa fue encaminada a imponer por medio de la ilusión la nueva religiosidad, provocando en el ánimo del observador sentimientos y emociones de fe. Persuasión y fascinación de las almas fueron así los principales signos del nuevo lenguaje barroco. Con todo, junto a la poética de la maravilla, el Seicento también conoció la persistencia de posiciones clasicistas. A principios del siglo, sostenidos por la crítica y por los grandes encargos públicos y privados, los principales representantes del clasicismo gozaron de mucho mayor crédito que los pintores caravaggescos. Incluso, cuando el barroco se afirmó, la Antigüedad y el arte del Cinquecento fueron para artistas como Bernini una inagotable fuente de inspiración. Más que búsqueda de cánones formales o imitación de modelos antiguos, que son también rastreables en las experiencias barrocas, el clasicismo asume las características de un gusto oficial. El patrimonio artístico de la Antigüedad ofrecía, en efecto, todavía particulares modelos expresivos adecuados para expresar la concepción teológica que sancionaba la universalidad de la Iglesia. De este modo, también el espíritu clásico se ponía al servicio de las aspiraciones magnilocuentes del Seicento, complementando a su manera la nueva propaganda psicológica religiosa.