Un rumor frecuente señala que Javier Milei detesta tanto la política que decidió hacerse cargo solo de la economía, mientras depositó en su asesor Santiago Caputo el diseño y la implementación de la política oficial. Sin embargo, es su jefe de Gabinete, Guillermo Francos, quien se responsabiliza de las misiones más ingratas de la política, como la muchas veces ardua tarea de reunir los votos necesarios en el Congreso para que se aprueben las leyes que le importan al Presidente. Francos cuenta con un austero equipo de colaboradores personales, mientras Caputo el joven va cubriendo la administración con muchos amigos, conocidos y benefactores. Ante la requisitoria periodística o política, es Caputo quien responde por las acciones de los servicios de inteligencia o por las novedades empresarias de YPF (para citar solo dos ejemplos donde él tiene vicarios que gobiernan en su nombre). Es el jefe, sin disimulos ni maquillaje. Caputo es la consecuencia del rechazo de Milei a todo lo que se parezca a la política. Dicen que el Presidente puede quedarse dos o tres horas intercambiando ideas con el ministro de Economía, Caputo el tío, o con el presidente del Banco Central, Santiago Bausili, pero no soporta más de diez o quince minutos una conversación sobre asuntos políticos. Los que conversan con Milei saben (o dicen saber) que para él todo lo que viene de la política es interesado, estatista o directamente corrupto. Todos los políticos que van a verlo o a los que él mismo invita, asegura, solo buscan una ventaja del Estado. “Hasta los que se dicen liberales son estatistas disfrazados”, suele deslizar. ¿También Mauricio Macri? Nadie responde. Con esa idea fija del jefe político (que aborrece la política) se conformaron los bloques parlamentarios libertarios, cuyos miembros parecen participar de un campeonato permanente de lucha libre. Son novatos que ni siquiera saben por qué luchan. Los únicos dos legisladores que demostraron cierta vocación política, el senador Francisco Paoltroni y el diputado Oscar Zago, terminaron expulsados del bloque y del cargo que tenían. Paoltroni, primer candidato a presidente provisional del Senado, segundo en la línea de sucesión presidencial, fue desplazado a último momento para poner en su lugar a un mileísta más disciplinado, Bartolomé Abdala. Resulta que Abdala acaba de aceptar que tiene presuntos asesores que solo le sirven para su campaña a gobernador de San Luis y que esos asesores le cuestan al Estado cerca de 25 millones de pesos mensuales. El Estado como filántropo de los ambiciosos. Según una información publicada en LA NACION por el periodista Nicolás Balinotti, hay mucho más que Abdala en el bloque de senadores de La Libertad Avanza. Hay 6 senadores, 88 asesores y un presupuesto de 120 millones de pesos mensuales. Abdala fue funcionario de Adolfo Rodríguez Saá y tuvo estrechos vínculos con Julio Grondona, el incombustible mandamás de la AFA que murió en el cargo. Con tales maestros, la conclusión más obvia es que Abdala nació y creció a la sombra de la casta.
En la semana que pasó, Milei se regodeó con otra pelea y se fue a visitarlo a Marcos Galperin, el creador de Mercado Libre, que está ahora duramente enfrentado con los bancos privados argentinos. Le gusta más la guerra que la tregua. Pero lo más interesante no estuvo en esa pelea, sino en las palabras de Milei en un discurso otra vez violento. “El empresario es el único que puede generar riqueza”, dijo, y agregó: “Los políticos no saben hacerlo, y cuando intentan hacerlo solo producen corrupción”. Error. Ese mensaje cala hondo en una sociedad argentina harta de una política local impotente y fracasada (y en muchos casos corrupta), pero es injusto. Felipe González, Fernando Henrique Cardoso, José María Aznar, Angela Merkel, Julio Sanguinetti o los Lacalle (padre e hijo), y la lista es infinitamente más larga, son ejemplos de políticos que hicieron más ricos a sus países.
Aquella afirmación muestra rasgos de incultura política del Presidente o sabe que no es verdad lo que dice y cultiva una forma de capitalismo populista. El populismo es un recurso malsano de cualquier ideología. Esas ideas de Milei, auténticas o no, explican de algún modo que el jefe del Estado siga conservando buenos índices de simpatía popular en medio de uno de los ajustes más severos que se recuerden. La mayoría de los argentinos solo sabe que no quiere volver a lo anterior, sobre todo al peronismo kirchnerista que gobernó durante 16 años y concluyó su devastación del país y de la moral pública con el escándalo que encerró definitivamente en su casa al expresidente Alberto Fernández. Hay encuestas que señalan que esa mayoría social prefiere el riesgo del caos antes que regresar a lo que se fue con la llegada de Milei. La marea mileísta arrastra a muchos dirigentes a cimas que antes eran improbables: encuestas recientes señalan como el mejor candidato a suceder en 2027 a Axel Kicillof en la gobernación bonaerense (él no tiene posibilidad de reelección) al intendente de Tres de Febrero, Diego Valenzuela, un dirigente de Pro que se lleva muy bien con Milei. Gracias, Cristina.
La hegemonía mileísta en la opinión pública quedó demostrada con la escasa concurrencia a la manifestación de jubilados, movimientos sociales y partidos de izquierda el miércoles pasado. Fueron al Congreso para oponerse a la decisión presidencial que vetó el proyecto aprobado por senadores y diputados sobre la movilidad jubilatoria. Entre la impugnación moral a los movimientos sociales (por actos de supuesta corrupción con los subsidios a los argentinos que viven en la pobreza) y la escasa convocatoria de los partidos de izquierda, la rebeldía contra Milei se encogió dramáticamente. La protesta de los jubilados fue tan inofensiva que le permitió a Guillermo Francos ironizar sobre el tema: “Vi muchos jubilados jóvenes”, dijo en alusión a una rebeldía mayoritariamente juvenil.
Según todas las constataciones, el único “cisne negro” posible de Milei sería un eventual retroceso de la economía. La gente común solo espera de él soluciones a la crisis económica, no una revolución política. La “casta” que lo rodea (Ariel Lijo, Ricardo Lorenzetti, Daniel Scioli, entre muchos más) parece no perjudicarlo. Hasta ahora. Milei lo sabe. ¿Por qué, si no, insistiría con la inexplicable candidatura de Lijo como juez de la Corte Suprema? ¿Por qué, si lo expone a una copiosa crítica que él no puede responder? ¿Por qué el empecinamiento en enfrentarse con el periodismo independiente y serio cuando nunca lo hace con los voceros mediáticos del kirchnerismo? Vale la pena leer y releer la columna que escribió A. G. Sulzberger, editor de The New York Times (la publicó en el diario The Washington Post, su principal competidor), sobre los riesgos para la sobrevivencia del periodismo independiente y riguroso que conllevaría una eventual reelección de Donald Trump. No obstante, Sulzberger anticipa que no será él quien, en nombre de la libertad de prensa, resigne la independencia periodística, deje de lado la neutralidad y directamente se oponga a la reelección de Trump. “Renunciar a la independencia periodística por miedo a que más tarde nos la puedan quitar representa una total falta de visión”, señala el editor del diario más influyente del mundo. Contestar los agravios de Milei es peor aún: es una lamentable pérdida de tiempo, aunque las afrentas injustas al periodismo independiente son también una agresión a las reglas básicas de la democracia y la república. ¿Lo sabe Milei? ¿Le importa? Es probable que lo ignore, obsesionado como está en destruir todo lo que no le conviene.
Un experimentado diplomático argentino se preguntaba el viernes cuán difícil es ser canciller de Milei y ponía el ejemplo de su reciente solidaridad con Elon Musk, el dueño de X, en el combate de este con la Justicia de Brasil. La red social X fue prohibida en Brasil por el juez del Tribunal Supremo Alexandre de Moraes; este magistrado le ordenó a Musk en abril pasado que cerrara varias cuentas de extrema derecha por difundir información falsa sobre la derrota de Jair Bolsonaro en 2022. Musk se negó a hacerlo y destituyó al representante legal de X en Brasil; el juez Moraes le exigió que nombrara un representante legal porque así lo exige la ley brasileña. Musk se volvió a negar y el magistrado prohibió la circulación de X en Brasil, el quinto país en el mundo con más usuarios de esa red. Milei se solidarizó en el acto con Musk. Siempre es reprochable –y lamentable– una decisión que mutila la libertad de expresión en cualquier medio de comunicación (incluidas, desde ya, las redes sociales), pero el silencio es también una alternativa que la diplomacia suele ponderar. El Presidente es el Presidente. Brasil es el principal socio comercial de la Argentina. Por ahora, al menos.
En ese contexto de agresiones y violencias, el presidente y el vicepresidente de la Sociedad Rural, Nicolás Pino y Marcos Pereda, fueron víctimas de un deplorable atentado sin consecuencias mortales, pero atentado al fin. Coincidentemente, el sanguinario exjefe de Montoneros, Mario Firmenich, reapareció para reivindicar la lucha armada y el baño de sangre de los años 70. No hay nada más viejo en la política argentina que Firmenich y sus ideas que costaron la vida de miles de personas. Destellos antiguos y sombríos. Escudarse en el discurso de la vicepresidenta Victoria Villarruel para volver a hablar en público es de un cinismo sin límites ni medidas. Villarruel está pidiendo una mirada completa y objetiva de lo que sucedió cuando transcurrían los años 70. También dijo que la Justicia debería juzgar los crímenes de los Montoneros. Más allá de si ahora es oportuna o no (esa es otra discusión), la vicepresidenta expuso la misma política que aplicó Raúl Alfonsín en los años 80 y que terminó con Firmenich extraditado y preso, hasta que Carlos Menem lo indultó. Milei debería observar todo ese paisaje antes de insistir con la violencia de sus palabras. La cultura que circula desde el poder es más influyente en vastos sectores sociales que las pobres ráfagas de un pasado triste. Fuente: La Nación