Con un corte vertical, realizado a lo largo de la línea media del vientre del animal, se liberaban completamente las vísceras hasta el esófago, recogiéndolas en un canasto, para luego ser lavadas y preparadas para los embutidos.
Todo terminaba en una palangana y para las mujeres comenzaba un largo, fatigoso y delicado trabajo de lavar decenas y decenas de metros de tripas que, volteadas, se colocaban en un gran recipiente lleno de agua fría junto con limones y naranjas.
Luego se procedía, con delicadeza, a abrir el vientre del que se extraía la vejiga, confiada inmediatamente a uno de los ayudantes para que, después de haberla vaciado, la lavara bien y, con la ayuda de un sorbete, la inflara. La vejiga, en los días siguientes, era llenada con grasa todavía caliente y líquida que, al cabo de unos días, se solidificaba.
Una vez abierto el esternón, se extraían todas las vísceras: los pulmones, el hígado y el corazón, incluida la lengua.
Al llegar a la caja torácica, se extraía la vesícula biliar que era desechada con su contenido de bilis.
La carcasa, completamente vaciada de entrañas se dividía en dos mitades, en sentido longitudinal, perfectamente iguales y se desenganchaba.
Toda esta primera parte de la matanza la hacía el “massacrin”, rodeado de ayudantes y espectadores que, casi siempre, hacían valoraciones sobre el peso del animal que se estaba sacrificando.
Las dos mitades del cerdo ahora tenían que ser transportadas a una habitación especialmente preparada, subiendo escaleras empinadas y estrechas. Esto no era un problema. Para los jóvenes montañeros de la época, llevar un peso de una tonelada sobre los hombros era normal.
Las dos mitades se colocaban sobre una mesa grande cubierta con un paño de lino áspero y se pesaban. Quien había hecho previamente la mejor evaluación del peso real, era felicitado y considerado un buen estimador.
A cada uno de los colaboradores se le entregaba un delantal, una tabla de madera para cortar y un cuchillo afilado.
Ahora sacaban de los "cuartos" esos grandes bloques de carne, deshuesando los muslos, los lomos de la espalda y hacían de ellos grandes trozos del tamaño de un puño.
Mientras tanto, todos se empeñaban en despegar la piel, privaban de carne los huesos, cortaban el tocino finamente y amontonaban las distintas partes que, a puñados, se unían con las demás para hacer las mezclas adecuadas a las diferentes variedades de salames que se prepararían.
Llegaba así el momento del primer descanso en el que se sirvía en la cocina un desayuno a los hombres que habían trabajado tan duramente, solo en esta ocasión, una sopa de pan duro remojado en caldo de verduras hirviendo.
Una vez realizadas todas las selecciones, se comenzaba a picar a mano la carne en pequeños trozos, que se pesaban para calcular la cantidad de los elementos necesarios para condimentarlos, como sal, pimienta, vino y aromas, que luego se mezclaban con las manos por bastante tiempo dentro de cajas de madera, agregando sal y especias para asegurar que los ingredientes agregados se distribuyesen uniformemente.
Este proceso requería más tiempo que usar la picadora de carne, pero se decía que con este procedimiento se obtenía un producto más valioso.
Luego se preparaba una suculenta comida. Como primer plato se servía lasaña con salsa de hongos, mientras que el segundo era el plato tradicional: costillas de cerdo con papas al horno.
El mismo día se preparaban las morcillas con la sangre, el cuero y todas las partes comestibles de la cabeza cocidas, grasa, papas y mucha verdura. Luego se las cocinaba hirviéndolas en agua.
Durante la tarde, de las dos mitades del cerdo sacrificado se separaban la cabeza, las patas, la cola, la grasa, los riñones y el tocino con las dos pancetas. El tocino se cortaba en cuatro pedazos, se salaba y se colocaba en la habitación donde se conservaba el queso.
Por la noche, durante la vigilia, se completaba la preparación de las tripas destinadas a los embutidos. Generalmente los del animal carneado no bastaban; una parte, conservada en sal, era comprada previamente.
La carne se dejaba en reposo, para que el frío de la noche invernal aseguraba un buen enfriamiento.
Todo el día siguiente se dedicaba a la preparación de embutidos y era un día de fiesta para los allí reunidos.
Durante la velada, los salames se llenaban con la picadora de carne, equipada para tal fin, y se confeccionaban con mucho cuidado, tratando de eliminar todo el aire de su contenido mediante perforaciones con un alfiler especial. Posteriormente se ataban con hilo, según los cánones tradicionales.
Se preparaban dos tipos de salames: los "buenos", los especiales, que se consumían en ocasiones importantes, envasados con las tripas más grandes y de una medida más larga. Para estos, se utilizaba una mezcla de las mejores carnes, paleta, bola de lomo, cuadrada, cuadril, nalga, picada en grano medio, agregando, en las dosis adecuadas, sal, pimienta, nuez moscada y, para los que lo quisieran, un chorrito de vino Barbera con clavo de olor.
La última operación relativa a los embutidos consistía en colgarlos para estacionar, en un lugar absolutamente libre de corrientes de aire y con una temperatura no inferior a 14-15°, para lo cual se acostumbraba encender un poco de fuego en un brasero para quitar la humedad.
La variedad de salames también incluía los “salam dël cone” (cune) (por el nombre en piamontés del cuero del cerdo, cona = cuna), los codeguines. Este embutido requería ser hervido para ser consumido. Plato tradicional de fin de año acompañado de unas humeantes y auspiciosas lentejas, que se hacían picando la carne "menos buena", más rústica.