Aviso a los lectores: me voy a correr de los lineamientos que suelo utilizar para armar los textos que publico cotidianamente en El Litoral. Los párrafos que siguen, por lo tanto, están escritos en primera persona. Es que el protagonista en este caso es Julio Cortázar, el escritor de cuya muerte se cumplen hoy 40 años. Y me resulta imposible eludir lo que significaron sus textos (otra alerta para evitar cualquier reproche de acá en más: no me gusta “Rayuela”, prefiero al Cortázar cuentista) para mi recorrido como lector: una revelación respecto a todas las posibilidades que tiene el lenguaje. Creo que por Julio, entre otros, abracé el periodismo gráfico antes que el radial o el televisivo. Mi deseo era, ante todo, escribir.
El descubrimiento de Cortázar me llegó en la adolescencia. Recuerdo la lectura de “Casa tomada” en una antología de autores argentinos. Y las preguntas ingenuas que me hice, sin entender todavía cómo descifrar tamaña obra. ¿Qué sabía a los 12 años de las metáforas? Más adelante, me sumé a un taller literario a cargo de Alicia Barberis en la Biblioteca Popular Rivadavia de San Carlos Centro. En uno de los encuentros leímos juntos “Historias de cronopios y famas”. Y ahí fue que no me quise separar nunca más de las obras de ese flaco, altísimo, primero lampiño, más adelante barbudo, de quien Eduardo Galeano dijo una vez: “con un solo brazo nos abrazaba a los dos”.
Intenté varias veces meterme en los laberintos de “Rayuela”, nunca pude avanzar mucho. La fascinación provino del terreno fértil de los cuentos de Cortázar. Su innovación formal, su exploración de la conciencia y la percepción, su talento para desafiar las convenciones narrativas. Sus cuentos, desde mi punto de vista, son una aventura, una ruptura respecto a las estructuras lineales y predecibles. Sus mundos son surrealistas y metafísicos, pero uno los siente cercanos, cotidianos. Lo que los convierte en experiencias con ecos duraderos es que obligan al lector a cuestionar su comprensión del mundo. Uno no es el mismo después de conocer los personajes, transitar los ambientes y acoplarse a las atmósferas descritas en “Final de juego”, “Las babas del diablo”, “El perseguidor”, “La autopista del sur” y “La isla a mediodía” o “La señorita Cora”.
Liliana Bellone se refirió en un artículo publicado en Página 12 a los libros de Julio Cortázar: “fragmentarios, revulsivos, transgresores, desafiantes del orden establecido, combates lúdicos, provocación a los lectores”. La idea que propone de “combates lúdicos” me parece atinada. En definitiva, leer a Cortázar implica romper prejuicios y preconceptos y abrirse al disfrute de jugar que viene con su tratamiento descontracturado del lenguaje. Cómo señaló Aida Gambetta, profesora e investigadora, “los juegos mismos –rayuela, ronda, policías y ladrones estatuas, etc—conforman una temática directa y otra simbólica, afectando no sólo a los personajes y sus acciones, sino a la estructura misma de sus cuentos”.
Casi treinta años después de aquel cruce azaroso con “Casa tomada”, trato de releer con regularidad los cuentos de Julio Cortázar. Siempre me queda la misma sensación, la del reencuentro con un amigo de toda la vida a quien no vemos con la frecuencia que quisiéramos pero respecto a quien tenemos una certeza: siempre está. (El Litoral)