Por más que nos guste un mundo más romántico, sabemos que el pez grande se come al más pequeño, el oso y el león persiguen presas y los mercados económicos son un reflejo de este mundo en que vivimos. Todo esto porque Dios lo tolera así. Un porcentaje mayoritario de la población argentina se siente cristiana, con mayor o menor compromiso. Por encima de esto, los valores del judeo-cristianismo, son los pilares de las naciones occidentales. Desde ese punto de partida podemos resumir la economía cristiana como, libre y solidaria.
Siempre es útil iniciar el análisis desde el principio y volver a los orígenes de la fe y examinar el ejemplo de las primeras comunidades cristianas, como se relata en los Hechos de los Apóstoles (Hechos 4, 32-35). En esa época, los cristianos compartían sus bienes de manera libre y voluntaria, distribuyendo según las necesidades de cada uno. No había un Estado que administrara los recursos; la solidaridad y el sentido de comunidad nacían de la libertad y el amor fraterno. Sin embargo, este modelo no se abandonó sin razón. La naturaleza humana, afectada por la concupiscencia, es decir, la inclinación al egoísmo y al pecado, hizo difícil mantener esa forma de organización. Aun así, el ideal cristiano permanece: construir una sociedad justa y equitativa, donde cada persona consiga lo necesario para vivir con dignidad.
La doctrina social de la Iglesia defiende el valor de la libertad humana, entendida como el don divino que permite a las personas tomar decisiones responsables. Dios respeta la libertad de cada uno, incluso sabiendo que puede ser mal utilizada. En el campo económico, esto implica que el cristiano debe tener la posibilidad de actuar libremente en el mercado, sin coacciones indebidas. No obstante, la libertad no es un fin en sí mismo, sino que debe estar orientada hacia el bien común y el respeto por los derechos de los demás.
El mercado libre, si bien tiene el potencial de asignar eficientemente los recursos, no es un fin último en la visión cristiana. Según la doctrina social de la Iglesia, el mercado debe estar regulado por la justicia y la caridad, de manera que promueva la dignidad de todos los seres humanos, especialmente de los más vulnerables. La libertad económica debe estar al servicio de la persona y no a expensas de ella.
La concupiscencia, o la inclinación al egoísmo, es una realidad de la condición humana, de ahí que el modelo de mercados libres funcione, ya que la máxima de este modelo es cada individuo busca su máximo bienestar personal. Este comportamiento genera competencia entre los actores del mercado, lo que tiende a mejorar la calidad de los productos y reducir los precios. Además, el libre intercambio permite que los recursos se asignen de manera eficiente, ya que los precios actúan como señales que informan a los participantes del mercado sobre la escasez o abundancia de bienes. Sin embargo, la doctrina social de la Iglesia no enseña que debemos aprovechar este egoísmo en el ámbito económico. Al contrario, la Iglesia nos llama a combatir el egoísmo mediante la caridad y la justicia. El cristiano, aunque afectado por la concupiscencia, está llamado a crecer en santidad y a utilizar su libertad para el bien común. El mercado puede ser una herramienta para lograr esto, pero sólo si se actúa con responsabilidad moral y en solidaridad con los demás. Y la clave aquí es una mirada trascendente al mundo terrenal, si al buscar el beneficio lo que busco es la vida eterna, en lugar riquezas en la tierra, que no puedo llevarme a la vida futura, buscaré el bien del prójimo (Primer mandamiento para judíos y cristianos, "Amarás a Dios sobre todas las cosas" y ¿Cómo se hace eso? "Amando al prójimo como a ti mismo"). Por lo dicho, lo natural para el mundo son los mercados libres y no otros modelos que fuercen situaciones y vayan contra natura.
Dos principios claves de la doctrina social son la solidaridad y la subsidiariedad. La solidaridad exige que cada cristiano vea en el otro un hermano o hermana, ayudando a los más necesitados y promoviendo la equidad. No se trata solo de dar a cada uno según sus necesidades, sino de crear estructuras sociales justas que permitan a todos alcanzar su pleno desarrollo, que es más que cubrir necesidades.
Por otro lado, la subsidiariedad sostiene que las decisiones deben tomarse en el nivel más cercano a las personas afectadas, promoviendo la autonomía individual y la participación comunitaria. Es decir, el Estado debe actuar sólo cuando el individuo no puede hacerse cargo solo, cuando esas instancias inferiores, las personas, las familias, los gobiernos locales y las entidades intermedias no pueden actuar de manera efectiva, recién ahí el Estado debe intervenir para complementar o suplir esa falta de capacidad. Es un principio de la Iglesia que busca limitar el poder del Estado. Sin embargo, la Iglesia reconoce que en situaciones de extrema desigualdad o injusticia, el Estado tiene un papel importante en la promoción del bien común y la protección de los más débiles, a la que podemos llamar como la única razón de ser del mismo.
La verdadera economía cristiana no se basa únicamente en principios de mercado libre, sino en la transformación de los corazones. El objetivo último es formar personas santas, libres del egoísmo, que actúan no por interés propio, sino por amor al prójimo. En una sociedad cristiana ideal, las personas interactúan en un mercado libre, pero su motivación no es el lucro, sino el bien de los demás. La libertad no se opone a la justicia; ambas deben coexistir bajo el mandato del amor fraterno.
El modelo económico cristiano se distingue por su énfasis en la libertad responsable y en la distribución justa y voluntaria de los bienes. No es un sistema de compulsión o coacción, sino de fraternidad y caridad. Este ideal requiere un esfuerzo constante de conversión personal y social para acercarnos al espíritu de las primeras comunidades cristianas, donde todo se ponía en común, no por obligación, sino por amor a Dios y al prójimo.
#BuenaSaludFinanciera @ElcontadorB @GuilleBriggiler